Post coitum omne animal triste. -Anónimo, latín postclásico

Monday, February 27, 2006

E g o t e c a

Federico Campbell nació en Tijuana, Baja California, el 1 de julio de 1941.
Estudió derecho y filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México y periodismo (1966-67) en Saint Paul, Minnesota.
En 1969 fue corresponsal en Washington de la Agencia Mexicana de Noticias.
Entre 1977 y 1988 trabajó como reportero en el semanario Proceso.
Su novela La clave Morse fue publicada por la editorial Alfaguara.
Su antología de textos críticos sobre Juan Rulfo, La ficción de la memoria, apareció en 2003 bajo el sello de la editorial Era.
En el año 2000 ganó el Premio de Narrativa Colima, otorgado por el INBA y la Universidad de Colima, por su novela Transpeninsular.
En 1977 fundó la editorial La Máquina de Escribir.
En 1994 participó del Sistema Nacional de Creadores y en 1995 obtuvo la beca J. S. Guggenheim.
Ha traducido teatro de Harold Pinter, David Mamet y Leonardo Sciascia.
Escribe en la revista Milenio y en diarios del noroeste de México una columna semanal, más literaria que política: La hora del lobo.



Obra publicada
Novela:
Todo lo de las focas, Ed. Joaquín Mortiz, 1983, dentro del volumen Tijuanenses.
Pretexta o el cronista enmascarado. Fondo de Cultura Económica, 1979.
Transpeninsular. Joaquín Mortiz, 2000.
La clave Morse. Alfaguara, 2001.

Cuento:
Tijuanenses. Alfaguara, 1997. Tijuana. Stories on the border. The University of California Press, Berkeley. Traducción de Debra Castillo. Contiene Todo lo de las focas y cinco cuentos, entre ellos “Los Brothers”.

Antología:
El imperio del adiós. Aldus y CNCA, 2002. Antología de su prosa (cuentos y novelas).
La ficción de la memoria. Juan Rulfo ante la crítica. Era, 2003.

Ensayo:
La memoria de Sciascia. Fondo de Cultura Económica, 1989.
Post scriptum triste. Ediciones del Equilibrista, 1994.
La invención del poder. Aguilar, 1994.
Máscara negra. Joaquín Mortiz, 1995.
Conversaciones con escritores. Conaculta, 2004.

Entrevista:
La máquina de escribir [entrevistas con FC] por Hernán Becerra Pino. Ediciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Cecut, Tijuana, 1997.

* * *

La clave Morse
El hijo cuenta la historia de su padre, un viejo telegrafista. Treinta años después de la muerte de los padres, los tres hijos se ponen a hablar de ellos y descubren que cada uno tuvo una percepción distinta de cada uno. Más que la historia de un oficio en extinción, el de telegrafista, La clave Morse establece el escenario que la memoria reconstruye o inventa desde el juicio implacable de los hijos. Las mismas experiencias —nunca comentadas porque las vivieron juntos— resultan a la vuelta de los años distintas para cada quien: la invención del padre en cada una de las fantasías filiales.


Transpeninsular
El tema es la búsqueda del escritor perdido. Se trata de un trayecto por la península de Baja California y, por el pasado amoroso del narrador personaje, se va dando una superposición de geografías, la de las penínsulas de Baja California y de Italia. Es la historia de Fernando Jordán, un antropólogo y periodista que en los años 50 “descubre” las pinturas rupestres de Baja California y muere en 1956 en La Paz, a los 36 años, aparentemente por suicidio o asesinado.





Todo lo de las focas
Es una novela que sucede en la Tijuana adolescente del narrador personaje, una Tijuana de la memoria, hacia los años 50. El tono es beckettiano y melancólico. Gran parte de las escenas transcurren en una atmósfera enrarecida, delirante, esquizoide. El adolescente se enamora de una mujer norteamericana que llega al aeropuerto de Tijuana en una avioneta amarilla, y que finalmente concentra a todas las mujeres en la vida del narrador: la madre, las hermanas, la primera novia, la mujer. Seres sin definición precisa, intermedios, a medias, anfibios y aéreos, los protagonistas asumen la dilatación del tiempo y el purgatorio de su personalidad fronteriza.
Esta novela fue traducida al inglés dentro del volumen Tijuana. Stories on the border, por The University of California Press, Berkeley. Traducción de Debra Castillo.


Pretexta o el cronista enmascarado
Es la historia de un periodista, Bruno Medina, a quien una oficina del gobierno le encarga la falsa biografía, un libelo, del profesor Álvaro Ocaranza, con el fin de deturparlo. La novela recoge el ambiente de persecución política que se dio en México y otros países de América Latina a finales de los años 60. El drama se exacerba cuando el escritor fantasma, autor del libro anónino, siente que su relación con el profesor Ocaranza se trastoca en una identificación que descompone todo su ser y la vive como una traición al padre. Está también allí el tema de las relaciones entre la prensa y el poder.
Toda la patraña se vuelve para Bruno un problema de identidades, pirandelliano, una traición al simbólico padre y un vituperio del maestro, una forma de autodestrucción vital y literaria, una impotencia para vivir la vida con coraje, entusiasmo, pasión y riesgo. Su sexualidad, su soledad sexual, se desquicia, inútil y empantanada en una angustia onanista. Para su mayor desgracia, toma forma en su imaginación paranoica la posibilidad de que a la postre se le investigue por medio de un método lingüístico de estiloestadística. Conoce el terror cuando descubre que ese método (de policía literaria) en efecto existe y será su aniquilación moral, mental, irreversible, al poner en evidencia el proyecto que nunca había sospechado: el libelo de su propia vida.


La memoria de Sciascia
Es un análisis ameno e introductorio de todas las obras del escritor siciliano Leonardo Sciascia. Se trata de una reflexión sobre la mafia, la sicilianidad, la hispanidad, y las cosas que tenemos en común españoles, mexicanos y sicilianos: el Santo Oficio de la Inquisición, por ejemplo. Versa asimismo sobre la “sicilianización del mundo”, Sicilia como metáfora del mundo actual, y la desaparición del Estado. Contiene además una crónica de viaje por Sicilia y una entrevista con Sciascia.
Para Claude Ambroise, el especialista en Sciascia más importante, “la mejor presentación de la obra de Sciascia es un libro en lengua española, escrito por un mexicano (Federico Campbell, La memoria de Sciascia) que, sin pedantería, pero con precisión y pasión, delínea el contenido de la investigación sciasciana. La pertenencia de Campbell al mundo de la hispanidad le permite dar mayor espesor al aspecto español del escritor siciliano: el crítico mexicano reactiva el diálogo Sciascia-Borges e inserta, actualizándolas en un contexto latinoamericano, las reflexiones sobre la Inquisición y la injusticia”. (Leonardo Sciascia. Opere 1984-1989. A cura di Claude Ambroise. Classici Bompiani, Milano, 1991.)


Máscara negra (crimen y poder)
La sospecha de que la novela policiaca no sólo tiene como tema el de la justicia y la legitimidad política, sino también un universo en donde el poder se funde con el crimen, lleva al autor a tejer una meditación sobre el poder policiaco y la inexistencia del Estado. Ensayos sobre novela policiaca y crímenes reales.



Post scriptum triste
Se trata de un diario literario que adopta como modelo el Journal de Jules Renard o el Diario romano de Vitaliano Brancati: un diario en público. Su tema es el de la impotencia literaria: ¿por qué un escritor realizado deja de escribir y opta por el silencio? Hay una melancolía posterior al acto de concluir una obra, como sugiere el epígrafe del libro: Post coitum omne animal triste.

La invención del poder
Puede entenderse la invención del poder en el sentido en que se dice “el invento del paraguas”, pero también, y sobre todo, como la capacidad que el poder tiene de prefabricación y de inventiva. Es decir, el poder como productor de realidades y ficciones: manos de hierro y tigres de papel, a lo largo de una circularidad no menos teórica que práctica, pues el poder inventa pero al mismo tiempo es inventado.


La máquina de escribir
El volumen, a cargo de Hernán Becerra Pino, antologa veintitrés de las mejores entrevistas que a lo largo de su trabajo literario le han hecho al escritor tijuanense. Entre las obsesiones literarias del entrevistado destacan la aviación, la experiencia del vuelo, la transitoriedad del periodismo, la impotencia literaria, los equívocos de la memoria, el fantasma del padre, la pasión por Italia y la Baja California, la criminalidad del poder y una “Tijuana escrita a mano”.


La ficción de la memoria: Juan Rulfo ante la crítica
Selección y prólogo de Federico Campbell. Antología de cincuenta años de crítica sobre la obra literaria de Juan Rulfo.

Tuesday, February 14, 2006

La fiesta de las letras

Es probable que no haya una actividad tan celebrada como la del escritor. Se le hacen homenajes. Se le dan premios. Conoce la gloria aquí en la Tierra. Porque cada uno de sus libros es celebrado como el nacimiento de una criatura perdurable y no tan efímera y perecedera como la humana.
No sucede lo mismo en el ejercicio de otros oficios. Es muy probable que el más notable de los neurocirujanos, que salva una o dos vidas a la semana, no conozca en toda su vida ese cúmulo de celebraciones de que puede ser objeto un escritor. Es bastante improbable que el anónimo neurocirujano hable a la sección cultural o científica de los periódicos para pedirles que le vengan a hacer una entrevista puesto que tan solo en lo que va del mes ha salvado cinco vidas. No sabría hacerlo o le daría pena, a diferencia del artista que anda de autopromoción y se convierte en su propio agente. ¿Por qué? Porque hay que cacarear el huevo. Porque hasta Dios necesita de los campanarios.
Pero todo esto tiene su lógica: la del escritor es una actividad de interés colectivo y su importancia no puede medirse por su utilidad social. Es obvio que un piloto de jumbo jet o un ingeniero especialista en resistencia de materiales (para que los edificios no se caigan) justifica más su razón de ser en este mundo. De la inutilidad del arte se sabe desde hace muchos filósofos. Y lo que pasa es que los productos del escritor reflejan, o al menos intentan reflejar, el alma colectiva y su fiesta es de todos; es la fiesta de la tribu, como se ha estado viendo a lo largo de una semana durante la Feria Internacional del Libro de Guadalajara que hoy por hoy es en el mundo la más importante en lengua española.
Este año estuvo dedicada a la cultura catalana y
—aparte del concierto de Lluis Llac y la presentación de autores como Enrique Vila-Matas, Albert Sánchez Piñol, y James Ellroy— lo que le dio un carácter muy particular es que Cataluña es sin duda alguna la capital editorial del libro en español. Por ello convergieron en Guadalajara prácticamente todos los editores de Latinoamérica y de España, en una gran fiesta literaria. En un homenaje al editor y escritor italiano Roberto Calasso, a quien se le otorgó el Premio al Mérito Editorial por su labor en la casa Adelphi de Milán, no pocos editores hablaron de sus rivalidades y competencias, e incluso de la envidia como acicate que, como a todos los seres humanos, suele poseerlos antes del amanecer, a la hora del lobo. Beatriz de Moura, cabeza y corazón de editorial Tusquets (que por cierto anunció el Premio Tusquets de novela para otorgarse en Guadalajara el año que entra), dijo, al celebrar a Calasso, que la de los editores es "una tribu muy especial y caprichosa, la única en que el sentimiento de envidia es tan positivo como productivo y en la que los mayores rivales son a la vez cómplices".
A lo largo de tres días, de lunes a miércoles, lo que se puede apreciar es la intensidad de los encuentros, las conversaciones entre un pabellón y otro, el intercambio de obras, las relaciones nuevas o reconfirmadas entre autores y editores.
Por eso en esta fiesta el entusiasmo de los lectores en su encuentro con novelistas y poetas de cuerpo presente —allí enfrente de ellos, de carne y hueso— es el que propicia las experiencias más interesantes.
Son tantas las presentaciones de libros y las comparecencias de autores en persona que muy frecuentemente el espectador tiene que sacrificar una sesión por otra. O asiste al diálogo entre Paco Ignacio Taibo II y James Ellroy, el autor de La dalia negra y L.A. Confidential, o bien se suma a la centena de lectores que están escuchando a Élmer Mendoza cuando habla de su más reciente novela medio escrita en español sinaloense y un tanto narcotraficosa transnacional por lo que tiene de acción en Argentina y en España: Efecto tequila.
James Ellroy parece negro pero no lo es. Tampoco es muy blanco. Y se apersona en la sala de conferencias con traje de pista y campo, como si acabara de estar trotando por el parque. Es un estupendo narrador de historias criminales y recrea la ciudad de Los Ángeles en los años 50, único periodo que le apasiona de la historia de su país. No hace migas con intelectuales y se relaciona mucho con policías en sus horas de asueto. Dice que no lee los periódicos ni ve los noticieros de la televisión. Su mensaje es: hay que huir de los medios como de la peste. De otra manera no puede aislarse y trabajar, aparte de que lee sólo libros de ficción para mantener viva su fantasía. No es un hombre de ideas ni de teorías, o al menos así lo pretende. Habla, por ejemplo, de Tijuana sin trascender el estereotipo acuñado sobre esta ciudad que para algunos es la Nueva York del Noroeste.

El cártel de Barcelona

Enrique Vila-Matas merecería un artículo completo y exclusivo. Fue la gran personalidad literaria de la feria. Un hombre serio, de un sentido del humor (literario) absolutamente original y en cierto modo kafkiano.
Por lo demás, en otras presentaciones y en esta algarabía, se volvió a constatar que el escritor mexicano —y en general el latinoamericano— sigue esperando, necesitando y buscando la bendición de Europa: la aprobación editorial de la madre España para completarse como escritor. La legitimación literaria se consigue ahora en Barcelona, como antes en París. Por eso mientras el escritor de este lado no publica en España siente que no es.

La carta robada

Después de mucho perder las cosas, de buscarlas por aquí o por allá, uno podría encomendarse no al azar sino a algo que muy frecuentemente puede suceder: que la cosa extraviada se encuentre frente a nuestras narices. Por eso siempre que pierdo algo, un libro en la caótica biblioteca, lo primero que hago es ponerme frente al librero y ver lo que me queda enfrente. Y allí está.
¿De dónde viene esta actitud? De un cuento que Edgar Allan Poe, el inventor del cuento policial, escribió en 1848, que títuló “La carta robada” y que ha pasado a la historia como un apólogo para entender la curiosa idea de que la mejor forma de esconder una cosa es poniéndola en frente de todo el mundo. Yo por mi parte pienso que este cuento nos hace ver también que muchas veces tenemos las cosas frente a nuestras narices y no las vemos.
¿En qué célebre asesinato se da esta circunstancia de que a la luz del día, a las seis de la tarde, enfrente de una multitud que va y viene por la avenida Insurgentes, ante decenas de testigos, un gatillero le encaje un balazo a su víctima? No fue ése el único misterio que emanó de la muerte de Manuel Buendía en 1984 per sí uno de sus más sutiles. ¿Por qué hubo de hacerse así cuando podrían haberlo ultimado en la oscuridad y en el descampado? ¿O venadeado? Misterio.
Poe se demora en quisquillosas conversaciones sobre el oficio policiaco; es decir, sobre el arte de buscar cosas en una casa y establece lo que técnicamente se reconoce como el “ámbito de búsqueda”: revisar cajones, examinar la tapa de una mesa por debajo, verificar si una pata de la misma está perforada o no. El agente procede por eliminación, pero sólo en el caso de que alguien haya decidido esconder algo.
En la historia que nos ocupa la sagacidad del personaje es que decide no ocultarla sino dejarla por ahí, en la mesa del centro, frente a la que pasan todos. Sin embargo, Auguste Dupin —el amigo que cuenta la anécdota a Poe, convencionalmente— sí capta la astucia del otro; descubre que no la está escondiendo y de pronto, justamente por tener dobleces y arrugas demasiado fingidos, le clava el ojo arriba de la mesa. Y en un descuido la toma y la sustituye con un facsímil. La encuentra él, no los policías.
Esa es la historia que ha sido, por lo demás, objeto de múltiples estudios en el orden de la reflexión psicoanalítica. Entre los discípulos del doctor Jacques Lacan se dice que para cada quien la carta es el inconsciente. “El fondo de todo drama humano, y en particular de todos drama teatral, radica en que hay vínculos, nudos, pactos establecidos”, dice Lacan.
La carta robada pasa a ser entonces una carta escondida y los policías no la encuentran porque no saben qué es una carta. Y no lo saben porque son policías, “Todo poder legítimo, al igual que cualquier poder, se asienta en el símbolo.”
Lo que sucede, agrega Lacan, es que sólo en la dimensión de la verdad puede haber algo escondido. “En lo real, la idea misma de un escondite es delirante: por lejos que haya ido alguien a llevar algo a las entrañas de la tierra, ese algo o está escondido, porque si ese alguien llegó hasta allí también ustedes llegar ustedes. Sólo se puede esconder aquello que pertenece al orden de la verdad. Es la verdad la que está escondida, no la carta. Para los policías la verdad no tiene importancia, para ellos sólo existe la realidad, y por esta razón no encuentra nada.”
Si Auguste Dupin da con la carta es porque él ha reflexionado un poco sobre al símbolo y la verdad. Los policías en general no tienen esa sensibilidad; no captan las sutilezas de la conducta humana. A veces una carta de suicida resulta falsa no por lo que dice sino por lo que no dice. O por la discordancia entre su estilo y la persona fallecida, que no se expresaría de esa manera. Pero la policía no tiene por qué saber cuestiones de estilo.
Muchas veces tenemos las cosas frente a nuestros narices y no las vemos. Ejemplos: los Halcones de 1971. Es evidente que todos están cortados con la misma tijera. Todos tienen la misa edad, 23 años más o menos y miden prácticamente lo mismo. No son gordos ni flacos. Visten el mismo tipo de ropa. Si alguien los hubiera reclutado entre jóvenes del lumpen lo natural es que habría dado con tipos físicos muy diversos, de diferentes pesos y medidas. No vimos, pues, algo que está allí en todas la fotografías: que los golpeadores parecen salidos de un regimiento profesional.
Otra evidencia invisible: las maletas de Carlos Ahumada repletas de millones de dólares. ¿De dónde los sacó? ¿Mandó un ayudante a que comprara billetes de veinte y de cincuenta a la las cajas de cambio de la Zona Rosa? ¿Por qué no había pesos mexicanos? Sólo el candor y la inocencia del general Macedo de la Concha, procurador hace unos años y ahora diplomático en Italia, impidieron que se viera en esas maletas el sello inconfundible de su procedencia.
Otra obviedad invisible, pero que pasa frente a nuestros ojos todos lo días: la loca, estúpida guerra de Irak. No había en su territorio ni armas nucleares ni químicas. No se encontraron ni se van a encontrar. No habían atacado a Estados Unidos los irakíes. Pero la invasión la hicieron los estadounidenses y los británicos, que sólo cuentan a los muertos de su lado (un poco más e 2 mil marines, dicen) y no llevan el recuento de más de 100 mil muertos civiles, sin considerar a los sobrevivientes mutilados para siempre.
Lo más efectivo, pues, es cometer los crímenes delante de todo el mundo.

La utopía literaria

Todo lo que no sea literatura
me aburre, y lo odio, porque
me molesta o me retiene, aunque
sólo sea aparentemente.

—Franz Kafka,
Diarios

Que la literatura puede ser en la práctica un sucedáneo de la religión y de la filosofía no presenta ningún problema y resulta muy verosímil en el caso de Jorge Luis Borges y, sobre todo, en el de Franz Kafka, a quien nada de este mundo le interesaba que no fuera literatura. Sin embargo, para el filósofo norteamericano Richard Rorty (nacido en Nueva York en 1931) la cultura literaria ocupa en nuestro tiempo —para cualquier persona— un lugar tan pleno y significativo como el que antes el ser humano concedía a la ciencia y al mundo de la fe o de las ideas sistematizadas. Es decir: la literatura como weltanchau, como concepción del mundo. Como voluntad y representación del mundo y de la vida.
Lo que también quería decir Kafka es que no tenía paciencia para la vida en familia:
"Carezco del más mínimo interés por la vida familiar; a lo sumo me puede interesar como espectador. Siento una total indiferencia por mis parientes, y considero las visitas verdaderos ataques a mi persona."
En sus escritos Rorty se ha referido a los comportamientos que tienen que ver con la convivencia civil, el respeto, la tolerancia y los derechos humanos. Pero en un ciclo de conferencias que sostuvo en la universidad de Standford en noviembre de 2000, el filósofo pragmatista anunciaba la declinación de la "verdad redentora" y al advenimiento de una cultura literaria.
"El progreso intelectual en Occidente, del Renacimiento a nuestros días, se ha ido desarrollando a través de tres fases fundamentales, en las que los intelectuales han buscando sus respuestas primero en Dios, después en la filosofía y ahora en la literatura."
El razonamiento de Rorty, como es propio de su oficio, abunda en circunloquios de metodología filosófica, pero no por ello deja de ser comprensible para el lector no entrenado en esa disciplina que indaga el qué y por qué de las cosas.
Ampliar los límites de la imaginación humana es un fin que muy bien puede sustituir al de "la obediencia a una voluntad divina" dentro de una cultura religiosa o al de la "búsqueda de lo que realmente es real" en una cultura filosófica, y además es menos peligroso. La literatura procede con verdades más humildes, no definitivas.
Para ilustrar la utopía que imagina, Rorty invita a releer el ensayo de Oscar Wilde El alma del hombre en el socialismo, en el que se afirma que el objetivo de una sociedad global justa consiste en permitir que "las personas tengan condiciones de vivir la vida que prefieran", siempre y cuando esto no menoscabe "la oportunidad de que los demás puedan hacer lo mismo". En este mundo ideal no será necesario ponerse de acuerdo sobre "el significado de la vida" o sobre si "la vida vale o no vale la pena de ser vivida" para crear las condiciones que permitan a todos vivir sus convicciones morales. Sin embargo, una cultura literaria no será por lo demás la única viable ni la dominante, simplemente porque no habrá lugar para ninguna cultura dominante.
En la cultura literaria la religión y la filosofía aparecen como géneros literarios (como ya sugería Borges: la religión como variante de la literatura fantástica) y, como tales, son optativas. Si los intelectuales de las culturas precedentes preferían sumergirse en la lectura de obras edificantes o de tratados filosóficos, las obras más leídas por los miembros de la cultura literaria pertenecen más bien a otros géneros: la novela, la poesía o el teatro. Pero esta preferencia no obedece a ningún juicio de valor sino más bien al hecho de que los intelectuales literarios aspiran a una verdad más profunda o más sutil en el campo de la narrativa, la lírica o la comedia, a pesar de que no pocas veces buscan inspiración en las obras del pasado, de la filosofía o de las obras de carácter religioso.
La utopía literaria de Richard Rorty puede entenderse, pues, según la connotación que da a las nociones de "literatura" y de "cultura literaria". Una cultura que ha sustituido la religión y la filosofía encuentra su redención al relacionarse con otros seres humanos, y no necesariamente de manera directa. En esta relación pueden intervenir como intermediarios artefactos como libros y edificios, pinturas y canciones, que sugieren otras posibilidades de ser humano, puesto que la redención puede también venir de la relación de uno con algo que no es sólo otra creación humana.
Kierkegaard tuvo razón al decir que la filosofía empezó a establecerse como rival de la religión cuando Sócrates sugirió que el conocimiento de uno mismo era un conocimiento de Dios, que no teníamos necesidad de ayuda de otra persona porque la verdad ya estaba en nosotros. Pero la literatura empezó a posicionarse como alternativa a la filosofía cuando escritores como Miguel de Cervantes y Shakespeare empezaron a sospechar que los seres humanos son tan diversos entre sí que resulta absurdo suponer que todos llevan en sí la misma verdad.
Y así uno de tantos escritores de nuestro tiempo llegó a entender su propia verdad cuando le preguntaron en qué creía.
Yo no creo en nada, dijo. No tengo ninguna ideología política, no estoy en ningún partido, no tengo ninguna religión y más que ateo soy agnóstico porque tampoco puedo afirmar que Dios no existe. Yo en lo único que creo es en la literatura. Y en la muerte. Eso es lo único que existe: la muerte y la literatura. Creo en Chéjov, en Proust, en Cervantes, en Borges, en Kafka y en Albert Camus, y converso con esos mis muertos cada vez que puedo. En ellos sí creo.
Por otra parte, el concepto de “literatosis”, puesto en circulación por el novelista uruguayo Juan Carlos Onetti, consiste en una suerte de enfermedad en la que caen muchos escritores o adictos a la literatura: se trata de un padecimiento consistente en convertir la literatura en nuestra propia religión, en nuestro martirio y en nuestro absolutimsmo, y en la tendencia a preferir como lecturas las de autores “más obviamente literarios”, y convirtiendo el oficio de escribir en un destino propio.

La muerte siempre toma la forma de la alcoba que nos contiene

Como sabe muy bien el culto lector el título de estas notas proviene de un conocido poema de Xavier Villaurrutia, no recuerdo muy bien si de su libro Nostalgia de la muerte. La proposición verbal del poeta se explica en sí misma y prácticamente no admite mayor interpretación. Lo que aquí y ahora quiere ser objeto de reflexión es el asunto de la muerte como obsesión de los escritores y tema respecto al cual ningún humano es ajeno. El pensamiento de la muerte, decía Alberto Savinio, es el pensamiento mismo. ¿Habrá un día a lo largo de nuestra existencia que no se nos haga presente?
Pero no sólo los poetas han intentado develar el misterio indevelable. También los científicos, y mejor cuando saben escribir. Es el caso del doctor Francisco González Crussí, mexicano, patólogo, que vive en Chicago y es profesor de patología en la universidad de Northwestern y jefe de la División de Anatomía Patológica del Children’s Memorial Hospital. Me parece que nació en 1939, pero imperdonablemente Humberto Musacchio no incluye a González Crussí en su Milenios de México, y no lo puedo corroborar.
Y es que González Crussí es uno de esos mexicanos más conocidos y reconocidos en el mundo que en su propio país, acaso porque en casa no hemos sabido valorarlo. La mayor parte de sus libros están en inglés y en francés y apenas uno de ellos, Notas de un anatomista, cuya primera edición en inglés es de 1986, se dio a conocer en México, publicado por el Fondo, en 1990. Se le ve allí a González Crussí la buena pluma:
“Era un indio mestizo estadounidense, miembro de no sé qué tribu. Dos estudiantes, un asistente del depósito de cadáveres y yo nos esforzamos arduamente por largo tiempo para lograr arrastrar su cuerpo a la mesa de autopsias. Ya colocado en ésta, su cuerpo de oso rebasaba los lados de ella, y sus brazos colgaban como dos robles talados, más gruesos que los muslos de una persona promedio.”
Se ve de inmediato que sabe describir como un novelista experto. Así lo hace cuando habla de que en Canadá una vez realizó una autopsia de un tal Orlando que, víctima de un hachazo, acababa de ser cortado a la mitad.
No deja de ser extraño escuchar —porque lo que escribe es tan resonante como plástico— a un profesional de la muerte (por decirlo así) que vive y trabaja entre cadáveres emitir algunos pareceres sobre el eterno tema. En Notas de un anatomista, que prologa el doctor Ruy Pérez Tamayo con gran devoción y admiración por su colega y amigo, González Crussí se ocupa del embalsamamiento, el problema de la gemelidad (los cuates, los gemelos), los muertos que siguen viviendo, algunos apéndices del cuerpo humano, la miasis, el cuerpo visto desde afuera, los muertos como un oficio, el maltrato de los niños, la teratología y los órganos genitales masculinos.
Aunque parezca un caso de justicia editorial tardía, no hay que escatimarle méritos a la editorial Verdehalago (y a Alfredo Herrera Patiño) que se ha esmerado en dar a conocer en México los otros libros importantes de Francisco Gonzalez Crussí: Mors repentina, traducido magistralmente por Verónica Murguía. Hay otros textos en el catálogo de Verdehalago, como Día de muertos y Los cinco sentidos, pero particularmente en éste, Mors repentina (o “muerte súbita”, yo diría) se va director sobre la muerte. (Me dicen que hay otro libro suyo catalogado: Partir es morir un poco, su autobiografía, publicado por la UNAM.)
“La muerte es en esencia incontemplable, impensable y se encuentra más allá de toda posibilidad de descripción”.
Se podría decir que la única trama, o el único argumento, de González Crussí en todos sus libros es la muerte. Pero cuando desarrolla su “ensayo sobre tres formas de muerte repentina” se siente que toca fondo. ¿Cuáles serían las tres maneras de la muerte súbita?
Por un rayo, por asfixia, por no sabemos qué.
Curiosamente el rayo puede no venir de arriba. Sino de abajo, como fue el caso de varios adultos hallados en los laberintos del sistema de transporte subterráneo de Nueva York y fueron llevados al depósito de cadáveres. Vagos. Personas sin hogar. Teporochos. Puesto que se les encontró sobre o cerca de las vías, feamente mutilados, cabía la hipótesis del suicidio o del homicidio. Todo era muy raro, porque estos marginados se movían por el sistema subterráneo como peces en el agua. Pero aún así un hallazgo anatómico común a todas las víctimas aclaró el mecanismo de sus muertes: el pene de cada uno de ellos estaba totalmente carbonizado.
Habían estado defendiéndose del frío dándole sorbos frecuentes a sus botellas de licor. Dado que la libación frecuente y la temperatura ambiente fría estimulan la función urinaria, tal vez desde arriba de la plataforma soltaron sus chorros de orina que formó un arco continuo desde sus vejigas hasta las vías del metro. Y en el instante en que el chorro tocaba las vías, los miles y miles de voltios de electricidad necesarios para transportar a toda la gente de Nueva York encontraron un camino alternativo en el líquido rico en sal y fluyeron en una fracción de segundo hasta los cuerpos de los incautos mendigos.
Diagnóstico: fulminados por un rayo, bajo tierra.
En sus ideas sobre la muerte por asfixia, González Crussí piensa en el aire y su relación son la vida y con la muerte.
“Nuestra vida es como el viento, transitoria e insustancial.”

Poetas y narradores

En estos días de abril, los jueves por la tarde y en la Casa del Poeta (la misma en que vivió Ramón López Velarde hasta su muerte, en la avenida Álvaro Obregón), se han estado celebrando unas reuniones en las que los narradores cuentan su experiencia de la poesía.
La idea de Antonio del Toro ha sido la de invitar a cuentistas o novelistas a compartir con el público qué significado ha tenido la lectura de poemas en la conformación de su estilo. Más allá de la noción comúnmente aceptada de que la poesía es antes que nada una visión del mundo, un modo de ver y de recrear la experiencia, y no sólo lo que se transmite en un poema libre o perfectamente medido, los narradores han de contar de qué manera la poesía les fue siendo útil y enriquecedora para expresarse mejor por escrito.
A mí me tocó plantarme ante un público muy atento y conocedor el jueves de la semana pasada, compartiendo la mesa con Ana García Bergua y Verónica Munguía. Lo primero que se me ocurrió decir fue que para mí la poesía siempre ha sido la reina de los géneros literarios, la que mejor logra dar con ciertas esencias, como el amor, la vida, la muerte, la locura, tal vez el poder. Siempre me ha impresionado la capacidad que tienen algunos poetas de decir lo más con lo menos, de decirlo todo en unos cuantos versos, trascendiendo el mero juego de palabras.
Pero en cuanto a mi trato personal con la poesía lo que puedo decir es que desde un principio, cuando asistía al taller literario de Juan José Arreola en 1964, la lectura de poemas me acompañaba siempre en mis trabajos de prosa. Y es que lo que tenía de particular el taller de Arreola —al que asistíamos tanto narradores como poetas— era que el énfasis estaba en la frase o, mejor dicho, en la cadencia de la frase. Tanto la lectura en voz alta de Arreola como la lectura íntima y personal de poemas nos ayudaban mucho a educar el oído.
De lo que se trataba en las reuniones con Arreola era de cultivar una sensibilidad ante el lenguaje, de atender el sonido de las palabras y no sólo su significado, y no tanto de sopesar el “efecto de conjunto” que podría tener, por ejemplo, un texto demasiado largo o una novela. Arreola no lo acompañaba a uno en toda la tarea de llevar a su término una novela. No tenía paciencia y no era ése el estilo de su taller. La frase era lo que importaba. Y al hablar de la cadencia de la frase lo que estábamos invocando era una noción musical. Aludíamos sin tenerlo muy consciente al compás y al ritmo —nociones musicales también—, a la regularidad en la combinación de los sonidos y así, poco a poco y luego de muchas páginas escritas y reescritas, podíamos empezar a creer que contábamos con algo parecido a un estilo en ciernes, una prosa muy personal, más o menos fluida y sobre todo bien modulada.
En esta velada literaria que tuvo lugar el jueves en la Casa del Poeta no se trataba de definir la poesía ni de esbozar alguna de las múltiples teorías que examinan el fenómeno poético. Lo que venía a cuento más bien era referirse a los poetas que uno había frecuentado con más simpatía y admiración a lo largo de su vida. Por lo autores a los que yo me referí podría deducirse que me han importado aquellos que creen en la claridad del poema y no tanto en la también muy válida oscuridad, como Gabriel Ferrater, Carlos Barral, Claudio Rodríguez y Jaime Gil de Biedma. Este último practicaba lo que podríamos denominar una poesía de la experiencia. Y por eso mismo le gustaba citar al crítico inglés Ivor Winters:
“El proceso artístico es una evaluación moral de la experiencia humana, por medio de una técnica que hace posible una evaluación más precisa que ninguna otra. El poeta trata de entender su experiencia en términos racionales, establecer su entendimiento, y simultáneamente establecer, por medio de los sentimientos que atribuimos a las palabras, el tipo y grado de emoción que debe ser motivado por este entendimiento."
Sin embargo, también he tomado en cuenta una concepción de la poesía más amplia, la de Claudio Rodríguez, para quien la creación poética muchas veces puede arrancar de una experiencia personal muy concreta, pero también, otras veces, de experiencias ajenas, asimiladas. Los procesos poéticos, pensaba Claudio Rodríguez, también dependen de la experiencia del lenguaje expresada porque la poesía es una aventura del lenguaje. Las palabras van creando no sólo el pensamiento sino la emoción y la contemplación sensorial.
Entre más se finge mejor pueden ser los resultados, como en el caso de “la paradoja del comediante” de Diderot.
Lo que sucede no pocas veces es que el poeta no siente lo que dice, pero por la forma de decirlo es capaz de conmover. Es probable que Quevedo, que nunca tuvo una gran capacidad amorosa, no haya sentido los poemas de amor que escribió. Sin embargo, arma el poema y crea una emoción. Lo que importa son los resultados. Al poeta Shelley lo que le importa es el sentimiento que experimenta al ver volar una alondra. En sí misma la alondra no le importa gran cosa. No describe a la alondra: describe su emoción.

Cervantes, nuestro contemporáneo

La primera novela que se escribió
sobre la adicción es
El Quijote.
—Susan Sontag


Este año se cumplen cuatrocientos años desde que salió de la imprenta el primer ejemplar de la primera parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Miguel de Cervantes escribió el primer tomo a lo largo del año en que cumplía 57, en 1605, y no podía imaginar entonces que con esa obra estaba inventando la novela moderna. El dato no es ocioso si se piensa en la cantidad de hispanoparlantes que suponen inferior el español frente al inglés y recrean ahora una especie híbrida de español estadounidense, sobre todo en la estructura de la frase y el uso de expresiones coloquiales.
Al fundir la narración histórica y los diálogos del teatro, Cervantes inventa en nuestra lengua y en la historia (en 1605) la novela propiamente dicha que no es nada argumental -dice Javier Marías—, sino más bien errátil y divagatoria, muy libre en su dispersión, su divagación y su errancia.
A los 68 años, diez después del primer tomo y en 1615, Cervantes escribió y publicó la segunda y última parte del gran clásico, cuando los conquistadores españoles ya tenían 95 años en la Nueva España (Cervantes nace en 1547 y es contemporáneo de Hernán Cortés). Y es tal la libertad de su inventiva que se permitió todo género de digresiones y de "novelas dentro de la novela". Por eso no ha sido gratuita la aseveración de los historiadores de la literatura que sostienen que en el Quijote están ya todos los "hallazgos" que ha experimentado la novela contemporánea, en el siglo XX, con las obras de Marcel Proust, James Joyce, Virgina Woolf, William Faulkner, y otros.
Todo está en el Quijote sabiéndolo leer.
No tenemos idea los mexicanos de la cantidad de frases que usamos todos los días y que provienen del Quijote.
Dichos, refranes, frases acuñadas, maldiciones y parabienes, exclamaciones, insultos y baldones por ejemplo. "A enemigo que huye, puente de plata", por ejemplo.
No las pongo entre comillas porque las siguientes frases nos pertenecen a todos:
Al buen entendedor, pocas palabras.
A Dios rogando y con el mazo dando.
Andome yo caliente y ríase la gente.
Cuando a Roma fueres, haz lo que vieres.
De la abundancia del corazón habla la lengua.
Donde las dan las toman.
La ocasión la pintan calva.
Quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija.
Más vale pájaro en mano que buitre volando.
Hoy por ti y mañana por mí.
Una golondrina no hace verano.
No es todo oro lo que reluce.
Un mal llama a otro.
Tanto vales cuanto tienes.
Ojos que no ven, corazón que no quiebra.
No se ha de mentar la soga en casa del ahorcado.


Por lo demás, ha habido del Quijote ediciones abreviadas o resumidas por escritores tan autorizados como el venezolano Arturo Uslar-Pietri (el de Las lanzas coloradas) y el español Ramón Gómez de las Serna (el de las Greguerías). Porque el Quijote no es difícil de resumir: basta quitarle muchas de sus digresiones y de sus cuentos intercalados en la historia general o las "novelas dentro de la novela". Podemos leerlo siguiendo sólo las andanzas de don Quijote y Sancho, pero como decíamos antes, ya esos circunloquios narrativos —eso de irse el narrador por un rato y hacia otro lado y luego volver— es uno de los antecedentes de la novela moderna (y, por extensión, del lenguaje cinematográfico que ya tienen en la mente los espectadores).
Entre más crece uno más le gusta el Quijote, acaso porque la novela es un arte de viejos. No es el mismo el Quijote a los 23 años que el que leemos con ojos de 63 años, ojos que ven menos bien pero que ven y leen más.


Alonso Quijano –el personaje que era adicto a las novelas de caballería y se pone a representar a otro personaje, al Amadís de Gaula, fingiéndose loco— apenas frisaba los 50 años. Sin embargo, es difícil creer en la “locura” de un caballero de discurso tan coherente y de tanta sabiduría.
¿Realmente estaba loco don Quijote? Tal vez lo estaba en la concepción que de la locura tenían hacia 1605 en España, pero no en la que nos ha definido la experiencia psiquiátrica del siglo XX. No hay en don Alonso Quijano (la criatura) y don Quijote (el personaje) un desdoblamiento radical. Don Alonso no rompe con la dimensión de lo real como los psicóticos. Siempre se mantiene en contacto con la realidad y Sancho es su cable a tierra. Se diría más bien que don Alonso Quijano está jugando a ser otro, el caballero andante, y que finge la locura como el Enrique IV de Luigi Pirandello. Se hace pasar por loco porque se está entregando a la fantasía que anhelan todos los hombres y por el deseo de vivir otras vidas. Alonso Quijano no le tiene miedo a la imaginación ni a la "loca de la casa", la fantasía, al contrario: se encomienda a ella porque está consciente de que vivimos en el reino de la subjetividad. Cada quien ve en este mundo (sobre todo en la política) la película que le conviene.
Roger Bartra, nuestro melancolicólogo más notable, dice que el Quijote es un personaje melancólico. “Su melancolía sería la causa tanto de su locura como de su salud. Don Quijote hace una imitación, y no un elogio, de la locura.” Así como en el cristianismo se procura la imitación de Cristo, don Alonso imita al Amadis de Gaula. "Viva la memoria de Amadís”, exclama, “y sea imitado de don Quijote de la Mancha en todo lo que pudiere". Bartra siente que en don Quijote ocurrió una verdadera mutación, casi en el sentido biológico del término. No es fácil explicarlo porque su melancolía está inscrita en un simulacro ritual. “No se sabe si el simulacro de la melancolía quijotesca expresa una tristeza real o es meramente una invención ingeniosa.”
Un ejemplo de que Cervantes como autor y narrador del Quijote se mueve en varios planos de la realidad es el que se pone en los primeros capítulos de la segunda parte: el personaje Alonso Quijano vestido de don Quijote habla de un escritor Miguel de Cervantes que ha escrito una obra titulada El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Y la discute con Sancho y ambos acusan también recibo del Quijote de Avellaneda, el anónimo autor al que se le ocurrió hacer una segunda parte burlándose de Cervantes, y lo critican sin piedad.
Con este juego de espejos, entre la realidad y la ficción, Cervantes está siendo típicamente pirandelliano, es decir, establece el encuentro entre el autor y sus personajes.
En ese sentido, la percepción más interesante sobre la doble personalidad de don Quijote se la debemos a Américo Castro. El notable historiador español, tan vapuleado por Borges, cree que don Quijote es un personaje pirandelliano avant la lettre:
Como quedó asentado antes, en la segunda parte de la novela don Quijote y Sancho discuten sobre un libro que anda circulando por ahí titulado El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha y se quejan de su autor.
No sólo asistimos a la conversión de la criatura en personaje sino al diálogo entre personajes ficticios y su creador, tema crucial en la obra del siciliano, Seis personajes en busca de autor. En 1605 Cervantes era pirandelliano, tres siglos antes de que Pirandello existiera y expusiera su visión de los seres humanos, muy acordes con el modo de ser de la gente de su pueblo, Agrigento, en Sicilia.
Y, para rizar el rizo, para volver a jugar, cuando el Quijote y Sancho llegan a Barcelona les da por visitar una imprenta en la que se está imprimiendo una novela. Y ese libro que está en prensa es la novela en la que ambos viven como personajes: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.
Entre la realidad y la quimera, el Quijote reclama para sí una existencia a la vez real e imaginaria. Y el poder no lo quita el sueño.
Si uno se pone a buscar la palabra mafia en el Quijote no la encuentra y sus referencias al poder son casi inexistentes. Como que a Cervantes no le interesaba mucho el tema. Sólo cuando don Quijote despide a Sancho que se va a gobernar la isla Barataria le desliza algunos consejos sobre el arte de gobernar que en cierto modo son una burla de la nobleza española.
Sancho quiere saber a qué sabe el ser gobernador, “por ser dulcísima cosa mandar y ser obedecido.”
“Nunca te guíes por la ley del encaje, que suele tener mucha cabida con los ignorantes que presumen de agusos.
“Hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre, pero no más justicia que las informaciones del rico.
“No comas ajos ni cebollas, porque no saquen por el olor tu villanería.
“Iréis vestido parte de letrado y parte de capitán, porque en la ínsula que os doy tanto son menester las armas como las letras y las letras, como las armas.
“En lo que toca a cómo has de gobernar tu persona y casa, Sancho, lo primero que te encargo es que seas limpio, y que te cortes las uñas, sin dejarlas crecer, como algunos hacen, a quienes su ignorancia les ha dado a entender que las uñas largas les hermosean las manos, como si aquel excremento y añadidura que se dejan de cortar fuesen uña, siendo antes garras de cernícalo lagartijero.”
Después de su experiencia en los páramos del poder, en los que creía que iba a hartarse de viandas, Sancho hace sentir que el gobernar es tedioso. Pero al retirarse impaciente de su reino, sostiene que, haya como haya sido, no se corrompió:
“…cuanto más que saliendo yo desnudo, como salgo, no es menester otra señal para dar a entender que he gobernado como un ángel”.

Viento y locura

Con la locura se suele asociar el viento, pero también con la libertad y el paso de la historia.
1. En ciertos pueblos, como en Cadaqués (Cataluña), se dice que los cadaqueños son un poco raros, pero que esto tiene una explicación meteorológica: que la tramontana —el viento que baja de los Pirineos— deja a la gente de la región un poco tocata y fuga.
Aparte del siroco que sofoca de tanto en tanto a los sicilianos —un viento seco y polvoso que sube del Sahara—, se sabe del viento desquiciante que de cuando en cuando cae por el norte de California, tal y como lo pinta Raymond Chandler en uno de sus cuentos, “Viento rojo”:
“Aquella noche soplaba viento del desierto. Era uno de esos vientos de Santa Ana, tórridos y secos, que bajan por los puertos de la montaña, te revuelven el pelo, te ponen los nervios de punta y la carne, de gallina. En noches así las juergas colectivas acaban siempre en peleas. Y las esposas dóciles palpan el filo del cuchillo y observan detenidamente el cuello del marido.”
Fernando Jordán, a quien el viento deprimía, en una de sus crónicas de 1949 sobre la Baja California anotaba: “Los vientos amenazan la estabilidad de las casas y del campamento. Durante horas arrancan crujidos a los muros y los techos de madera, se cuelan silbando por las rendijas y azotan las ventanas que vibran como temblorosas de miedo. Y en esa serenata eterna ¿qué puede un hombre pensar?
“¿Qué nervios pueden mantenerse incólumnes contra los aullidos en el espacio y los quejidos de la marejada? ¿Cuánta y qué clase de resistencia física y moral se imponen para vencer el paso abrumador de las nubes, el llanto húmedo de la neblina y los gemidos constantes de los vientos?”
Por algo lo decía Jordán: desde principios de siglo hay al menos un registro de esta circunstancia meteorológica bajacaliforniana. Al escribir sobre los monzones, el geógrafo francés León Diguet decía en 1912:
“La acción de este viento sobre le vegetación es excesivamente desecante; las hojas de los árboles que resisten a los ardores del sol se secan pronto a su contacto; en el organismo humano influye también de una manera notable; ataca principalmente el sistema nervioso, causándole irritaciones y congestiones”.

2. Pero el viento también puede ser una imagen poética. Véase si no el caso de la joven escritora rusa Iveta Gerasimchuk, de apenas veinte años, que acaba de ganar el concurso de ensayo al que invitaron la ciudad de Weimar (Alemania) y la revista Lettre International.
El título del concurso era “Liberar el futuro del pasado. Liberar el pasado del futuro” y compitieron 2,481 originales en las seis lenguas de la ONU: inglés, francés, chino, español, árabe y ruso. El jurado se reunió varias veces, durante un año, en Nueva York, París, Moscú, Beirut, Amann, Berlín, Hainan y México. Nadie imaginaba que de los 43 finalistas la ganadora sería una muchacha rusa de veinte años que se impuso sobre catedráticos, filósofos y ensayistas consagrados.
Hermann Tertsch, corresponsal de El País en Weimar, nos cuenta que la idea del Premio Internacional de Ensayo era tratar de reflexionar sobre la presencia del pasado y de la historia en la vida de las sociedades y en sus proyectos de futuro:
“Desde la Comisión para la Verdad y la Justicia de Sudáfrica hasta el juicio para la extradición de Pinochet, desde la publicación de los papeles de los servicios secretos de Alemania Oriental a la revisión del papel de la sociedad francesa durante la ocupación nazi, ningún debate intelectual ha hecho correr tanta tinta en la década que ahora termina como la discusión sobre el pasado y sus implicaciones en el futuro.”
La joven ensayista, estudiante en el Instituto de Relaciones Internacionales de Moscú, imaginó un “Diccionario de los vientos” (que será publicado en México por Letras Libres) en el que aventura una brillante propuesta poética para discernir los enfrentamientos entre las fuerzas del pasado y del futuro en la sociedad contemporánea.
Escrito en forma de diccionario, su trabajo explica varios términos (algunos inventados), y describe el choque entre los anemófilos (adoradores del viento) y los cronistas (adoradores del pasado).
De los casi 2,500 ensayos concursantes, sólo 205 fueron en español, y ninguno quedó entre los diez primeros. Los organizadores estimaron que la relación de participantes refleja la dificultad de los autores del Tercer Mundo para tener acceso a la información. Se presentaron 600 trabajos en inglés (la lengua del imperio) y otros tantos en alemán. En chino fueron 37.
“Diccionario de los vientos” refrenda, pues, que en el género que puso en circulación Michel de Montaigne entre 1533 y 1592 lo importante es una metáfora, un enlace de orden poético que sintetice y refunde la idea rectora, como fue evidentemente el caso de El laberinto de la soledad, de Octavio Paz.

Postscriptum: Sergio Pitol me dice que el rey Lear, de Shakespeare, muere contra el viento. Adolfo Castañón me recuerda el poema “Vientos”, de Saint John Perse.
¡Ah, sí, muy fuertes vientos sobre las caras de los vivos!
Mientras que Edgar Valencia, desde Xalapa, me envía este párrafo de Gaston Bachelard:
“Podría decirse que el viento furioso es el símbolo de la cólera pura, de la cólera sin objeto, sin pretexto. Los grandes escritores de la tempestad, como Joseph Conrad (Tifón, su novela corta) han amado este aspecto; la tempestad sin preparación, la tragedia física sin causa. Poco a poco el clisé ha gastado la imagen: se habla de la furia de los elementos sin vivir su energía elemental. El bosque y el mar transtornados por la tempestad sobrecargan a veces la imagen dinámica simple del huracán. Con el aire violento podemos captar la furia elemental. El viento, en su exceso, es la cólera que está en todos lados y en ninguna parte, que nace y renace de sí misma, que gira y se vuelca. El viento amenaza y ulula, pero sólo toma forma cuando encuentra polvo: visible, se convierte en una triste miseria.”
En fin, habría que pensar también en el papel del viento en un cuento como “Luvina”, de Juan Rulfo, que antecede la atmósfera recreada en la Comala de Pedro Páramo. En San Juan Luvina —nombre que Rulfo toma de un pueblo oaxaqueño— el viento es, en muchos sentidos, personaje.

Interesante como un crimen

En contraste con la novela policiaca tradicional que plantea un enigma y expone su resolución, la novela de ambiente judicial que escribió Georges Simenon —en sus serie del comisario Maigret— se propone más bien la creación de una atmósfera, un contexto del cual habrá de desprenderse el esclarecimiento del crimen.
“No procede ni por deducciones ni por golpes de teatro: su método consiste en suscitar lentamente atmósferas impregnadas de turbiedad, de sentimientos confusos, hasta que, nacida de esta física comunión, una intuición le revela la verdad”, dice René Lalou.
El placer intelectual que comporta despejar la incógnita del intríngulis —un asesinato, un robo, una persona desaparecida— se discierne en la tradición inglesa de la novela enigma, pero nadie ignora que el género detectivesco tuvo su invención en un cuento de Edgar Allan Poe hacia 1841, “Los crímenes de la calle Morgue”, de los que al final resulta autor un orangután y en el que comparece por primera vez en la literatura la figura del detective, el caballero Auguste Dupin.
El caso de Simenon, como el de la novela negra norteamericana, es distinto.
A cien años de su nacimiento (nació en Lieja, Bélgica, el 13 de febrero de 1903), Georges Simenon escribió más de doscientas novelas publicadas con su propio nombre y se le han dedicado varios homenajes, como el que le acaba de hacer la revista Magazine littéraire y el que tuvo lugar aquí, en el palacio de Bellas Artes, el miércoles 17 de septiembre con la participación de Paco Ignacio Taibo II y César Güemes.
Antes del verano la editorial Gallimard, en su prestigiosa Biblioteca de La Pléiade, puso en las librerías dos gruesos volúmenes de sus Novelas y, además, le dedicó el Album Simenon conmemorativo del año 2003. En una colección que recoge las obras completas de los clásicos, a Marcel Proust y a Jean-Paul Sartre, en pocos meses las obras de Simenon se han establecido como las más vendidas.
El crítico español Rafael Conte se refiere a lo asombrosamente prolífico que fue el inventor de Maigret. Dice que fue un novelista a veces correcto, bastante hábil, pero que nunca fue un gran escritor. Simenon escribía muchas veces por necesidad alimentaria, pero también —conservando el gancho de la novela policiaca, que no permite la deserción del lector— se esmeró en escribir unas ciento novelas “serias”.
Era natural, por lo demás, que entre tantas novelas —que a veces escribía de un sentón, de horas o de días, encerrado— redondeara no pocas que ya están pasando a la historia, como La habitación azul, El hombre que miraba pasar los trenes, Los vecinos de enfrente, entre las no estrictamente policiales. Pero quizá una de las más notables es Las memorias de Maigret, en la que se da un encuentro pirandelliano entre el personaje Maigret y su creador Simenon.
Ya se sabe que Maigret no es un detective privado, como suelen serlo los protagonistas de la novela negra. Es un representante del Estado, un miembro destacado y brillante de la policía judicial parisiense, y la verosimilitud de su personaje —impensable en México— tal vez haya funcionado muy bien en Francia por el tipo de relación que tienen los lectores —los ciudadanos— con las instituciones que averiguan y administran la justicia.
Maigret, por otra parte, es un personaje, no un tipo, más real, más humano, más vivo, desde que apareció por primera vez en 1930, en Pedro el letón. Es un ser de carne y hueso, vive con su mujer en las inmediaciones de la Place des Vosges, se lamenta a veces de no haber tenido hijos, está haciendo carrera como trabajador al servicio del Estado, está a punto de jubilarse, le gusta el tabaco negro y la cerveza clara, le alegra la vida el apetito de mediodía y el paso demorado por los restaurantes. Tiene sus dudas. No deduce ni es tan técnico como los investigadores de Conan Doyle o de Agatha Christie. Más bien trabaja ensimismado y su alter ego, el escritor Simenon, lo induce a ir creando un ambiente.
Hay un momento en Las memorias de Maigret en que llega a desdoblarse, "asumir una doble existencia: personaje real que polemiza con el autor del personaje fantástico, afirmando su propia realidad y sus propios derechos en cuanto personaje real”, dice Leonardo Sciascia en “Breve historia de la novela policiaca”, ensayo incluido en Crucigrama, publicado por el Fondo de Cultura Económica aquí en México en 1990.
Cuando Maigret, el personaje, se le aparece a Simenon, el escritor, le dice que con la ayuda de recortes de periódicos le gustaría establecer una cronología “de los principales casos de que me he ocupado”.
A Simenon no le parece mala la idea, pero Maigret le adelanta que sus libros podrían corregirse.
“Sólo, mi querido Maigret, que tendrá que ser usted el que haga le trabajo porque yo nunca he tenido el valor de releerme.”
El diálogo entre el autor y el personaje, antes que en Seis personajes en busca de autor, de Pirandello, ya se encuentra en 1615, en la segunda parte del Quijote. Sancho y don Quijote hablan de Cervantes y comentan —no sin ironía— cómo fueron recogidas sus aventuras en el primer volumen.
Al inspector Maigret las novelas de Simenon le parecen “inexactas”. Simenon le revira: “Yo lo he convertido a usted en alguien más real que usted mismo”. Y le suelta la paradoja de que las verdades fabricadas resultan más verdaderas que las verdades desnudas:
“La verdad nunca parece verdadera. No me refiero sólo a la pintura o a la literatura. Cuéntele usted cualquier cosa a alguien. Si no la arregla, les parecerá siempre a todos increíble y artificial. Arréglela usted y parecerá más auténtica que la verdad misma.”
De esas sutilezas también fue capaz el novelista Georges Simenon.

Terrorismo atómico

Él: Tú no has visto nada
de Hiroshima. Nada.
Ella: Lo he visto todo. Todo…

—Alain Resnais, Hiroshima mon amour.


1. El B29, el avión que arrojó la primera bomba atómica obre la ciudad de Hiroshima, en 1945, era mejor conocido entre la tripulación como Enola Gay. Recibió ese nombre de su jefe de vuelo, el coronel Tibbets, debido a que de soltera su madre se llamaba Enola Gay Haggard, natural de Gidden, Iowa.
Cuando Tibbets quiso ser aviador, toda su familia se opuso a ello, con la excepción natural de su madre que le animó en sus deseos. La bomba de cuatro toneladas fue bautizada con el nombre de Little Boy. Forebee, a través de su visor, localizó el objetivo a las 8 horas, 13 minutos, 30 segundos. Como bombardero responsable tenía puesto el dedo sobre el botón de lanzamiento para el caso en que el mecanismo sincronizado no funcionara. Poc tiempo antes, Parsons se había metido en el tubo lanzabombas y mientras su ayudante Jeppson le alumbraba y le pasaba herramientas, introdujo, con grandísimo cuidado, la carga explosiva de los detonadores en la cola de Little Boy, y puso en condiciones el dispositivo de doble conexión. En ese momento, Jake Baser dormía profundamente. Y al final no le fue preciso a Forebee apretar el botón de deyección: a las 8 horas, 15 minutos, 17 segundos, se abrieron las compuertas exteriores del tubo lanzabombas y el ingenio empezó a hundirse en el aire, como un clavadista perfecto y magistralmente estirado.
A las 8 horas 16 minutos se produjo la deflagración.

2. Hace 60 años, pues, el 6 de agosto de 1945, una bellísima superfortaleza volante evacuó su carga mortal sobre la gente común y corriente, no militar, de las ciudades japoneses Hiroshima y Nagasaki. El número de muertos civiles se estimó, semanas después de la matanza, en unos l50 mil. Más adelante, como era previsible, hubo otros millares que tuvieron una muerte dilatada o una supervivencia mutilada.
Visto con la perspectiva del tiempo, el bombazo exterminador sugiere varias reflexiones que —sobre todo en los últimos años— tienen que ver con el exterminio de población civil en la guerras, con el terrorismo anarquista o institucional, y con la locura de la ciencia: ¿cómo ha sido posible que el talento de la humanidad haya dado con una fórmula que podría extinguirla del planeta?
Fedor Dostoiewski decía: “No alcanzo a ver la diferencia entre matar a un hombre desde un escritorio, mediante la firma de un documento, o matarlo a hachazos.”
¿Por qué no es terrorismo el performance de una bellísma máquina de guerra, una maravilla de la ingeniería humana, una escultura metálica que vuela como un astro, cuyo piloto uniformado suelta sus bombas sin ver los resultados ni a sus víctimas?
Cálculos muy conservadores, evidentemente manipulados, estiman que los muertos civiles en Irak en lo que va de la invasión —que no guerra, puesto que para que haya combate se requiere de dos ejércitos enfrentados— llegan a 26 mil y que suman otras decenas de miles más los hombres, mujeres y niños que quedaron mutilados.
Pero esto de andar matando civiles y no a soldados ya era un lugar común en la segunda guerra mundial. Los ingleses y los norteamericanos, estadounidenses o gringos, mataron a por lo menos 220 mil civiles no combatientes en la ciudad alemana de Dresden. Alfombraban de bombas las ciudades. Aterrorizaban. Y justificación no les faltaba porque también Hitler había bombardeado Londres.
Henrique González Casanova solía leernos en clase de redacción periodística (en Ciencias Políticas de la UNAM) uno de los libros más desgarradores que se han escrito sobre la masacre del 6 de agosto de 1945: Hiroshima, del periodista norteamericano John Hersey. A un año de la bomba, en agosto de 1946, Hersey visitó Hiroshima y habló con algunos sobrevivientes. Su reportaje ocupó el número completo de la revista The New Yorker un mes después y desde entonces se le considera una pieza maestra del periodismo de todos los tiempos.
Como se sabe, el sentimiento de culpa no fue muy fuerte entre los estadounidenses porque, según la verdad política de la Casa Blanca, la bomba atómica sobre las dos ciudades japoneses terminó con una guerra que seguramente iba a continuarse y en la que —tan sólo con la invasión terrestre de Japón— iban a morir entre 100 mil y un millón de soldados de Estados Unidos. El criterio político, la razón de Estado, fue como muchas otras veces en la historia: hay que sacrificar unas cuantas vidas para salvar a un mayor número de vidas.
Cuando se reunió con Stalin y Churchill, Harry S. Truman sintió necesario informarles que su país “tenía una nueva arma de extraordinaria fuerza destructiva”. Empezaba la guerra fría. No pocos funcionarios, como William Leahy, jefe del Estado Mayor de Roosevelt, sostuvieron que la bomba no representó “ninguna ayuda sustancial en nuestra guerra contra el Japón”. Dicen que después se retractó, pero el general Eisenhower dejó dicho por ahí que lo de las bombas no se justificaba porque para ese entonces “Japón ya estaba derrotado”.
No tuvo la menor importancia el que Japón ya estuviera predispuesto a la total rendición. La guerra en el Pacífico empezaba a ser historia y lo que a Truman le importaba era la nueva geopolítica. No quiso desaprovechar el momento para hacer una exhibición de fuerza con la bomba, pero no a Japón, que ya no importaba, sino a la Unión Soviética. Para eso se mató a tanta gente.

El cártel de Barcelona

El cártel de Barcelona




Es probable que no haya una actividad tan celebrada como la del escritor. Se le hacen homenajes. Se le dan premios. Conoce la gloria aquí en la Tierra. Porque cada uno de sus libros es celebrado como el nacimiento de una criatura perdurable y no tan efímera y perecedera como la humana.
No sucede lo mismo en el ejercicio de otros oficios. Es muy probable que el más notable de los neurocirujanos, que salva una o dos vidas a la semana, no conozca en toda su vida ese cúmulo de celebraciones de que puede ser objeto un escritor. Es bastante improbable que el anónimo neurocirujano hable a la sección cultural o científica de los periódicos para pedirles que le vengan a hacer una entrevista puesto que tan solo en lo que va del mes ha salvado cinco vidas. No sabría hacerlo o le daría pena, a diferencia del artista que anda de autopromoción y se convierte en su propio agente. ¿Por qué? Porque hay que cacarear el huevo. Porque hasta Dios necesita de los campanarios.
Pero todo esto tiene su lógica: la del escritor es una actividad de interés colectivo y su importancia no puede medirse por su utilidad social. Es obvio que un piloto de jumbo jet o un ingeniero especialista en resistencia de materiales (para que los edificios no se caigan) justifica más su razón de ser en este mundo. De la inutilidad del arte se sabe desde hace muchos filósofos. Y lo que pasa es que los productos del escritor reflejan, o al menos intentan reflejar, el alma colectiva y su fiesta es de todos; es la fiesta de la tribu, como se ha estado viendo a lo largo de una semana durante la Feria Internacional del Libro de Guadalajara que hoy por hoy es en el mundo la más importante en lengua española.
Este año estuvo dedicada a la cultura catalana y
—aparte del concierto de Lluis Llac y la presentación de autores como Enrique Vila-Matas, Albert Sánchez Piñol, y James Ellroy— lo que le dio un carácter muy particular es que Cataluña es sin duda alguna la capital editorial del libro en español. Por ello convergieron en Guadalajara prácticamente todos los editores de Latinoamérica y de España, en una gran fiesta literaria. En un homenaje al editor y escritor italiano Roberto Calasso, a quien se le otorgó el Premio al Mérito Editorial por su labor en la casa Adelphi de Milán, no pocos editores hablaron de sus rivalidades y competencias, e incluso de la envidia como acicate que, como a todos los seres humanos, suele poseerlos antes del amanecer, a la hora del lobo. Beatriz de Moura, cabeza y corazón de editorial Tusquets (que por cierto anunció el Premio Tusquets de novela para otorgarse en Guadalajara el año que entra), dijo, al celebrar a Calasso, que la de los editores es "una tribu muy especial y caprichosa, la única en que el sentimiento de envidia es tan positivo como productivo y en la que los mayores rivales son a la vez cómplices".
A lo largo de tres días, de lunes a miércoles, lo que se puede apreciar es la intensidad de los encuentros, las conversaciones entre un pabellón y otro, el intercambio de obras, las relaciones nuevas o reconfirmadas entre autores y editores.
Por eso en esta fiesta el entusiasmo de los lectores en su encuentro con novelistas y poetas de cuerpo presente —allí enfrente de ellos, de carne y hueso— es el que propicia las experiencias más interesantes.
Son tantas las presentaciones de libros y las comparecencias de autores en persona que muy frecuentemente el espectador tiene que sacrificar una sesión por otra. O asiste al diálogo entre Paco Ignacio Taibo II y James Ellroy, el autor de La dalia negra y L.A. Confidential, o bien se suma a la centena de lectores que están escuchando a Élmer Mendoza cuando habla de su más reciente novela medio escrita en español sinaloense y un tanto narcotraficosa transnacional por lo que tiene de acción en Argentina y en España: Efecto tequila.
James Ellroy parece negro pero no lo es. Tampoco es muy blanco. Y se apersona en la sala de conferencias con traje de pista y campo, como si acabara de estar trotando por el parque. Es un estupendo narrador de historias criminales y recrea la ciudad de Los Ángeles en los años 50, único periodo que le apasiona de la historia de su país. No hace migas con intelectuales y se relaciona mucho con policías en sus horas de asueto. Dice que no lee los periódicos ni ve los noticieros de la televisión. Su mensaje es: hay que huir de los medios como de la peste. De otra manera no puede aislarse y trabajar, aparte de que lee sólo libros de ficción para mantener viva su fantasía. No es un hombre de ideas ni de teorías, o al menos así lo pretende. Habla, por ejemplo, de Tijuana sin trascender el estereotipo acuñado sobre esta ciudad que para algunos es la Nueva York del Noroeste.



El cártel de Barcelona



Enrique Vila-Matas merecería un artículo completo y exclusivo. Fue la gran personalidad literaria de la feria. Un hombre serio, de un sentido del humor (literario) absolutamente original y en cierto modo kafkiano.
Por lo demás, en otras presentaciones y en esta algarabía, se volvió a constatar que el escritor mexicano —y en general el latinoamericano— sigue esperando, necesitando y buscando la bendición de Europa: la aprobación editorial de la madre España para completarse como escritor. La legitimación literaria se consigue ahora en Barcelona, como antes en París. Por eso mientras el escritor de este lado no publica en España siente que no es.

La enseñanza de Sciascia

Los ensayos, los cuentos y las novelas de Leonardo Sciascia (1922-1989) participan por igual de todos los géneros narrativos. Sus ensayos pueden desenvolverse en narraciones a lo largo del camino y sus novelas no temen incurrir en reflexiones que normalmente serían propias del ensayo. Esta fusión de los géneros le permitió componer una parodia de novela policiaca, El contexto, respetando las convenciones del género detectivesco al mismo tiempo en que concluía con una meditación sobre el poder, el crimen y una realidad contemporánea que podríamos llamar mafiosa.
Cuando escribí La memoria de Sciascia en 1989 tuve la ilusión, un tanto pueril, de que Sciascia enseñaría algunos recursos a los periodistas que cultivaban la esperanza de escribir un libro algún día. Les daría las armas, me decía. No poca de su malicia literaria se transmutaría a través de la lectura de El caso Moro, La desaparición de Majorana, En tierra de infieles, El teatro de la memoria.
Lo que hace Sciascia se remonta a las épocas clásicas de la retórica, porque la argumentación ha sido desde los tiempos de Cicerón una cadena de razonamientos. Es lo que Helena Beristáin llama una “discusión razonada”. Es la parte más importante de un discurso porque en ella se resume y concentra la materia de que trata. Las pruebas deductivas, o probationes o argumenta, abunda Helena Beristán, se basan en los datos de la causa, que sirven para demostrarla y pertenecen a la inventio. La argumentación “suele emplearse como método de conocimiento o como arma para la controversia. Como se dirige al logro de la demostración, de la disuasión o de la persuasión, es un instrumento y está estrechamente vinculada con la obtención y el uso del poder”. Las pruebas, concluye, conforman el esqueleto de la argumentación.
Y así procede Leonardo Sciascia:
Si bien sus novelas de pura invención literaria siempre se despliegan a ras del suelo y se alimentan de los equívocos y las coloraciones de la memoria, lo cierto es que nunca sueltan su cable a tierra: su conexión con la historia y los hechos reales que a la vez permiten –en su composición— hacer de las criaturas de verdad personajes anfibios: esos seres que no se sabe si pertenecen más al territorio del agua que al ámbito de lo terrenal.
Para decir otras cosas y revelar otras aristas de la realidad ”establecida”, el conjunto es lo que cuenta: la ironía, el contexto, las omisiones significativas, las palabras literalmente transcritas de los actores históricos. Y para lograr este efecto es necesaria una larga, fermentada educación literaria: una manera de organizar el mundo circundante y el pasado que sólo enseña la literatura, el trato cotidiano con los libros, la conversación con los autores muertos. Si de algo sirve la literatura es de herramienta para establecer conexiones, organizar los pensamientos y las ideas. No tiene otro propósito.
Este “método” podría instruir a quienes, por ejemplo, se proponían contar en trescientas páginas el enigma político del asesinato de Luis Donaldo Colosio. Un archivo de periódicos y documentos servirían de materia prima, pero luego habría que ir a los personajes políticos y policiacos que tuvieron que ver con Buendía. ¿Cuál era el contexto? ¿Por qué se decide matarlo a la luz del atardecer, frente a decenas de testigos, poniendo el atentado a la vista de todos como la carta robada de Edgar Allan Poe? ¿A que se debía la evidente prisa por eliminarlo? Tal vez nunca se sabrá, pero el trabajo de dilucidación periodística podría volver persuasivas otras hipótesis distintas a las oficiales. ¿Por qué el presidente Miguel de la Madrid se tomó cinco años para iniciar las investigaciones? Cinco años.
En el caso de Colosio una letanía de preguntas podrían resultar más penetrantes que los cinco tomos de la investigación oficial. ¿Por qué el presidente Salinas, con todo el poder de un presidente mexicano, no mandó al ejército a ocupar el perímetro de tensión, es decir: el lugar de los hechos, el escenario del crimen que la más elemental criminología aconseja resguardar intacto? ¿Por qué no se ocupó personalmente de una investigación en serio? ¿Cuál fue exactamente el papel que jugó la guardia pretoriana de Luis Donaldo Colosio: los escoltas del Estado Mayor Presidencial, tan meticulosamente entrenados para cubrir, como en un equipo de basketbol, a quien lleva la pelota?
Tal vez estos libros imaginarios o inéditos no conduzcan a la verdad de los hechos y de los instigadores. Tal vez no descubran quién armó la mano que accionó el gatillo. Pero eso se debe a que el propósito del periodista escritor no es ése: no es un criminólogo ni un juez ni un policía. No es ése su trabajo. Su tarea consiste en establecer y hacer ver las concatenaciones, en mostrar, en volver simple lo complejo, en decidir cierto orden secuencial de las informaciones, en retratar a los testigos y a los médicos, a los funcionarios y a los competidores políticos de la víctima. Si con esta labor periodística se concluye que la verdad nunca va a conocerse, si se reafirma que no hay culpables ni autores intelectuales, tal vez, al menos, se cumpla con la ida de desmontar los mecanismos del poder y su complicidades.
Y si la verdad ya no puede encontrase en el periodismo cotidiano, a lo mejor todavía tiene su refugio en el periodismo ayudado por la literatura.

Rito de iniciación

Yo tenía veinte años.
No permitiré que nadie
diga que es la edad más
hermosa de la vida.
—Paul Nizan,
Aden Arabia, 1966


Dicen que a los veinte años se tiene, desde el punto de vista biológico, la condición física perfecta: la edad óptima para el servicio militar o para una carrera olímpica. De ahí en adelante en la vida todo es descenso. Por eso quienes mueren en las guerras son muchachos muy jóvenes, como los que cayeron en las arenas de Iwo Jima. Por eso las competencias olímpicas se dan entre atletas de más o menos veinte años. Por eso los boxeadores, futbolistas, basquetbolistas, tienen su gran momento a los veinte años. Es la edad cumbre.
Ya he cumplido tres veces veinte años y me pongo a pesar qué hacía yo a esa edad. ¿Dónde estaba yo en 1961 y en los meses subsiguientes? ¿Me parecía tan terrible esa edad como a Paul Nizan, el joven filósofo, el amigo de Sartre? Creo que no. Tal vez porque en muchos casos a esos años se tiene una mayor capacidad de ilusión.
“Todo amenaza con la ruina a un hombre joven: el amor, las ideas, la pérdida de la familia, la entrada en el mundo de los adultos. Le es duro aprender cuál es su lugar en el mundo.”
En mayo de 1962 aún no cumplía yo los veintiuno y ya estaba en Nueva York a la espera de un barco que nos llevaría hasta El Havre: el Aurelia. Me había ido por tierra en un autobús Greyhound desde Laredo hasta Filadelfia pues tenía que reunirme con un grupo de jóvenes cuáqueros en un pueblo llamado Pendelhill, Pennsylvania, donde nos habrían de instruir acerca de los campamentos que todos los veranos los cuáqueros del American Friends Service Committe (que en 1947 ganó el premio Nobel de la Paz, por sus servicios durante la segunda guerra europea) organizaban en Suiza y en el sur de Italia. A mí me tocó acampar en un pueblito suizo que se llama Bergün, más o menos por la región donde Thomas Mann ubica su novela La montaña encantada (ya sé que en español se conoce como La montaña mágica, pero me gusta recordarla como se tradujo al italiano: La montagna incantata), una semana, y luego en un apartado villorrio del sur de Italia: Crocifisso, en Calabria, que no contaba con más de 300 almas y en el que ya había mafia y se guardaba la ley de la omertà.
No la pasamos mal en el Aurelia. Nuestro grupo era como de veinte, gringas y gringos, y algún mexicano. Hicimos once días en el Aurelia, originalmente construido por los alemanes en 1917, que navegaba ahora con bandera italiana y era muy interesante el viaje porque iba cambiando el horario. La comida era muy buena y comíamos con vino. El vino nos mareaba de una manera muy bonita. Nos mecía. Después de comer nos íbamos con todas las muchachas a la popa a cantar y a hacer la digestión, pero como el barco se movía te removía la digestión. Era el placer de la embriaguez muy leve. Y además era un cachondeo o faje muy adecuado al momento, como era natural y lógico, andarte besando con las gringas; a veces nos apretábamos por los corredores y en otras ocasiones nos metíamos a las literas, es decir, a los camarotes.
Era una constante cachondería día y noche, en todo momento, aunque la besuqueadera no pasara de allí. Llegamos a El Havre y de ahí en tren directo nos fuimos a la Gare du Nord en París. Un sueño realizado: siempre crecí con la obsesión de conocer París cuanto antes en mi vida. Pero tenía mucho miedo: había entonces la onda de la OAS, el Ejército Secreto (L’Organisation de l’Armé Secret) que se oponía a De Gaulle y a la liberación de Argelia. Era en 1962. Ponían bombas y ametrallaban rociándolos los cafés de ciertos barrios; te ametrallaban o te echaban una granada,
Pero París era mi meta. No podía ser escritor si no conocía París. Por eso a los veinte años, yo ya estaba en Europa porque desde muy jovencito se me metió la loquera de que un escritor si no iba a París no podía ser escritor. Andaba yo con la marca de la generación perdida de los años veinte, como Hemingway, que hicieron su París, y Scott Fitzgerald o Dos Passos. Si no andabas en París escribiendo en los cafés como Albert Camus y Jean-Paul Sartre entonces ¿qué clase escritor querías ser?
Más tarde, ya entrado el verano, pasé unas seis semanas en un campamento construyendo una escuelita para niños, en ese pueblo calabrés, Crocifisso. Allí conocí a una milanesa, con la que viajé después de sur a norte por la península, de Sicilia a Florencia durante dieciocho días. Llegábamos a los albergues de la juventud y dormíamos en recámaras y camas separadas, unas para hombres, otras para mujeres. Pero la última noche, en Florencia, decidimos, o más bien decidió ella, que nos fuéramos a un hotel. Dimos con una casa de huéspedes a la que nos metimos como a las siete de la noche y ya no salimos hasta la mañana siguiente. Allí tuve mi muy privilegiada y afortunada iniciación erótica y entendí que, efectivamente, a esa edad, puedes conocer las fatigas del amor. Viene una especie de dulce cansancio físico después de hacer muchas veces el amor, algo que los romanos acuñaron en una sentencia memorable: post coitum omne animal triste. Al amanecer, porque no sabíamos exactamente en qué parte de la ciudad nos encontrábamos, abrimos la ventana de madera que daba a la calle y nos dimos cuenta de que estábamos frente al bautisterio del Dante y frente al campanile del Giotto, es decir, abajo de la catedral de Florencia. Ése había sido el escenario.

Una confusión cotidiana

Si la literatura es una insinuación, algo apenas dicho y entrevisto, por eso mismo y para muchos lectores las obras de Franz Kafka resultan demasiado herméticas e indescifrables. Como si Kafka fuera demasiado reticente, una voz que apenas balbucea y sólo dice a medias las cosas para que el lector las complete.
Pero la verdad es que la insinuación kafkiana ha llegado a ser tan bien asimilada en la vida cotidiana que, por poco que se le haya leído, el lector más tímido alcanza a entender que el individuo aislado e inerme ante el universo en muchos sentidos se identifica con Joseph K., el personaje de El proceso.
La condición kafkiana sería ésa: la impotencia ante el Estado, el extravío en el laberinto de todos los poderes, la imposibilidad de entender el sentido de nuestras vidas y qué es lo que en última instancia vinimos a hacer en este mundo.
Como muchos profesionales de la literatura narrativa, no menos que los que escriben historias para niños, Franz Kafka se sirve de la exageración. Todo lo agrada y exagera y lo distorsiona a partir de la realidad. Con la figura de su padre hizo lo mismo que con todas las circunstancias de su vida: amplificar el papel que jugó en su vida y transformar el recuerdo infantil que tenía de él para pergeñar innumerables páginas literarias. O, como dice Jordi Llovet en su antología de los cuentos de Kafka que tienen que ver con el padre: "Pocos elementos del entorno biográfico de Kafka tuvieron tanto rendimiento literario como el que alcanzó la persona —hecha símbolo— de su padre biológico".
Si uno sigue frecuentando los cuentos de Kafka a lo largo de la vida cada vez los entenderá mejor y si de pronto se topa con una "Carta al padre" en la que el hijo se enfrenta con su progenitor, más adelante irá relacionando esta carta con muchos de las primeras narraciones del joven Franz, como "La condena", en la que ante la intolerancia y la tozudez del padre el hijo termina por echarse al río. Esta relación con el padre, que no es ningún fantasma sino dolorosamente un ser humano pertinaz y concreto, está cuidadosamente marcada en "La metamorfosis", aquella novela breve en la que Gregorio Samsa amanece convertido en un monstruoso bicho.
Por cierto que ahora "La metamorfosis" ya no se llama así. La nueva revisión crítica de todas las traducciones de Kafka ha establecido que ese cuento debe titularse "La transformación". La novela que en su momento conocimos como "América" ahora se titula "El desaparecido". Kafka no quería que se le viera demasiado la intención literaria. Si hubiera querido, pudo haber titulado este relato largo con la palabra "metamorfosis" porque es una palabra que está en el repertorio (en el diccionario) de la lengua alemana.
Sin embargo, y a pesar de las nuevas y muy autorizadas traducciones del peruano Juan José del Solar, uno se pregunta si en realidad no ha sido otro Kafka el que uno conocía o había leído en lengua española.
Pero a lo que vamos: ¿Qué es lo kafkiano, en esencia? Mucha gente utiliza el adjetivo sin saber exactamente qué quiere decir, acaso porque también es cierto que no es indispensable haber leído a Kafka para intuir que lo kafkiano se refiere a algo angustioso, confuso, laberíntico, como la situación de impotencia y parálisis que caracteriza a K, el personaje de El castillo.
Sin embargo, lo kafkiano por antonomasia se encuentra en un cuento: "Una confusión cotidiana". Es el relato de un desencuentro. Un hombre va en busca de otro y no lo encuentra. Cuando llega a un cierto punto, le dicen que el sujeto de su búsqueda se acaba de ir.
"Un suceso cotidiano: soportarlo, un heroísmo cotidiano. A está a punto de hacer un negocio importante con B, que vive en H. A se dirige a H para tratar los asuntos previos, y recorre el camino de ida y vuelta en diez minutos respectivamente; al llegar a casa, alardea de tan singular rapidez. Al día siguiente se dirige de nuevo a H para cerrar definitivamente el acuerdo. Sabiendo que la negociación durará previsiblemente varias horas, A sale de su casa a primera hora de la mañana. Sin embargo, a pesar de que todas las circunstancias, al manos desde el punto de vista de A, son idénticas a las del día anterior, esta vez tarda diez horas en recorrer el camino. Por la tarde, al llegar fatigado a H, le dicen que B, molesto por su ausencia, ha ido a buscarlo él mismo a su pueblo, y deberían haberse cruzado por el camino. La recomiendan que espere. Pero A, temiendo por el negocio, se pone en marcha de inmediato y se dirige apresuradamente hacia su casa. Esta vez recorre el camino en un instante, sin prestarle mucha atención. Una vez en casa, le comunican que B ya ha venido a primera hora de la mañana, justo al salir A, y que incluso se han cruzado en la puerta de la casa, donde B le ha recordado el negocio que tenían pendiente, pero A le ha dicho que no tenía tiempo, que tenía que salir a toda prisa. A pesar de ese comportamiento incomprensible de A, B ha preferido quedarse allí para esperarle. Aunque ha preguntado varias veces si A ya había llegado, todavía se encuentra arriba, en la habitación de A. Contento de poder hablar pese a todos con B, y explicarle lo sucedido, A echa a correr por las escaleras. Cuando está a punto de llegar arriba, tropieza, sufre un esguince y, casi desmayándose de dolor, incapaz incluso de gritar, gimiendo en la oscuridad, oye cómo B —no sabe si desde muy lejos o justo a su lado— baja la escalera enfurecido, a pisotones, y desaparece definitivamente."

Saturday, February 04, 2006

Viajar solo

A FCPeña

Ryszard Kapuscinski siempre ha sido un patadeperro. Donde quiera que hay un lío, sobre todo en los países africanos, allí está con maletita y su libreta de notas. Ha oído el zumbido de las balas mucho más que los militares latinoamericanos. No asume la caminata como meditación o como relación con la naturaleza, a la manera de Henry D. Thoreau en Walking, sino como un necesidad para entrar en contacto con la gente.
Y es que el periodista polaco, que ha hecho del periodismo en libro un género que nada le pide a la ficción literaria, cree que el reportero debe viajar solo porque es importante ver el mundo que se investiga y penetra con los propios ojos. “La presencia de otra persona influye sobre nuestra percepción de las cosas. Sus gestos, sus comentarios, cambian esta limpia relación del escritor y el mundo que lo rodea.”
(En el viaje en pareja se quiere todo lo contrario: compartir con el ser amado el asombro de los caminos, los mares, las montañas y los recovecos de las ciudades, el placer de la conversación.)
Cuenta que una vez él y unos camaradas estuvieron haciendo un documental sobre África con un equipo inglés que por primera vez ponía pie en ese continente. Recorrieron lugares apartados y cuando llegaban a cualquier sitio los colegas se ponían a llamar a Londres desde sus teléfonos celulares. “Viajaron conmigo tres meses pero emocional y mentalmente nunca estuvieron el África; todo el tiempo estaban en Londres.”
Y es que para Kapuscinski (léase Imperio, un reportaje sobre el desmembramiento de la Unión Soviética como nación, o Ébano, un periplo hacia el corazón de los países africanos) una de las características del reportero es la empatía, la habilidad de sentirse de inmediato como un miembro más de la familia: “Compartir los dolores, los problemas, los sufrimientos, las alegrías de la gente, que de entrada reconocen en él si realmente está entre ellos o si no es más que un pasajero que vino, miró alrededor y se fue.”
No se hace pues el periodismo desde un escritorio. Sin la gente, el periodista está perdido. Su profesión depende de la ayuda y la voluntad de los otros. En cierto momento, en lo que cambia un semáforo, puede decidirse toda su carrera, porque en esos minutos un chofer lo puede llevar a una mina de combate o puede negarse.
Tanto la humildad como la gratitud cuentan de modo crucial. La arrogancia y el despego pueden hacer que la gente lo corte y no le hagan caso. De ahí que el oficio —lejos de la prepotencia de quienes cubren los corredores del poder– tiene que ejercerse con modestia. Los pueblos están llenos de historias. Basta saberlas encontrar.
Lo que ha fascinado a Kapusckinski es que el siglo XX ha sido el de la descolonización y el de las grandes migraciones del campo a las ciudades. Nunca antes se habían inaugurado en el escenario político tantos países, más de ochenta. No le impresiona nada la velocidad de las transmisiones contemporáneas y cree, como García Márquez, que la mejor noticia no es la que se da primero sino la que se da mejor. Le tocó un siglo maravilloso, siente: el paso de las generaciones que mueven la historia como Sísifo la piedra, hacia arriba. Si el telégrafo, la radio, el teléfono, la televisión, el cine, no acabaron con la prensa escrita como se temía, ahora tampoco el internet ni el correo electrónico sustituirán al reportero vivo en el lugar de los acontecimientos. La prensa escrita sigue desarrollándose. “Los medios amplían el método de existencia de la palabra, de la transmisión de la palabra. No se acaban unos a otros: se amplían.”
No le gustan mucho las novelas. Cree que la realidad y los personajes vivos que comparecen en el teatro del mundo son mucho más interesantes y sus historias más inusitadas que las que provee el mercado de la literatura. ¿Qué novela de los últimos años ha podido conmover tanto como una historia real?
Ha conocido el tedio de las redacciones y también los tiempos muertos de espera en el extranjero cuando trabajaba en una agencia de noticias, en las que ni importa el escritor. Pero se regocija de haber tenido que cubrir ese trabajo de esclavos para escribir libros, actividad que redondea el sentido de la vida personal de un periodista, para que siga sintiendo que su trabajo se le va de las manos como un puño de arena. Su errancia por las comunidades africanas —esa realidad tan rica, tan colorida, tan diferente a la europea— le daba mucho más información que la que podía meter en los cables de la agencia. “Entonces me encerraba en mi cuarto a elaborar notas que se convertirían luego en libros, mientras mis camaradas se iban a tomar whisky.”
En el buen sentido de la palabra, como decía Antonio Machado, la compasión siempre ha estado entre las teclas de su máquina de escribir, analizar, conjeturar, imaginar, fantasear, inventar, porque es fundamental que un reportero se meta entre la gente que, en la mayor parte del mundo, vive en muy duras y terribles condiciones. “Y si no las compartimos no tenemos derecho, según mi moral y mi filosofía, a escribir.” Si se pasaba la noche en el Hilton o en el Sheraton, y no en sus casitas de adobe y piso de pura tierra, no podía ser consciente al escribir sobre sus vidas.
“Cuando llegaba la noche, la gente se juntaba desde las siete a contar sus historias, y ése era el momento más literario, más bello, más fantástico del día. Era toda una poesía.”

La verdad de las mentiras

Calificar un relato de historia verídica
es un insulto al arte y a la verdad.

—Vladimir Nabokov


Interesó tanto en su momento (1992) el libro de Mario Vargas Llosa, La verdad de las mentiras, que ahora Alfaguara lo reedita enriquecido con textos nuevos.
El título mismo de este conjunto de ensayos breves sobre los autores que más lo han entusiasmado (Flaubert, Camus, Faulkner, Lampedusa, Mann, Kafka, Víctor Hugo, Hemingway, y muchos otros) tiene su atractivo, como casi todas las proposiciones literarias, en una aparente contradicción, es decir, en una paradoja: la verdad que se consigue a través de la mentira.
Desde que empezó a escribir, a Mario Vargas Llosa solían preguntarle si lo que escribía era verdad. Cuando contestaba le quedaba la sensación incómoda de que no podía explicarlo muy bien, de haber dicho algo que “nunca daba en el centro del blanco”. Pero con el tiempo y la experiencia literaria se le fue haciendo cada vez más claro que la literatura es mentira, que la llamada “ficción literaria” tiene su explicación en la etimología misma de la palabra, puesto que ficción proviene del latín fingere, es decir: del verbo modelar, representar, inventar, fingir.
“Yo, para escribir (mis cuentos), elijo que todo suceda en una época un poco lejana y en un lugar un poco lejano”, pensaba Borges. “Eso me da libertad para fantasear e incluso falsificar. Puedo mentir sin que nadie se dé cuenta y, sobre todo, sin que yo mismo me dé cuenta.”
Se trata de una convención aceptada entre el lector y el escritor. Se trata también de un problema permanente en la filosofía de todos los tiempos: el de la verdad. Las novelas mienten, dice Vargas Llosa, pero ésta es sólo una parte del asunto. “La otra es que, mintiendo, expresan una curiosa verdad que sólo pude expresarse disimulada y encubierta, disfrazada de lo que no es.” Y es que los seres humanos, tanto los niños como los viejos y los de edad intermedia, se dan cuenta de los equívocos y los malentendidos que se producen en la percepción de la realidad. Saben además cuán difícil, qué tan tremendamente laborioso es establecer la verdad, de un crimen, por ejemplo. Saben que la vida política, por ejemplo, fluctúa constantemente entre la verdad y la mentira. La “verdad judicial”, la verdad de los jueces y los policías, no basta. Siempre queda un margen de duda. ¿Con cuántas mentiras quisieron Bush y Blair justificar la invasión de Irak y la “toma” de Bagdad? ¿Por qué quedan en el enigma tantos asesinatos políticos?
La ética, la política, el periodismo, viven en el culto a la verdad. Lo más inmoral en, por ejemplo, la sociedad norteamericana, es mentir. Se jura decir la verdad con la mano sobre la Biblia. No mentirás, dice el mandamiento. Por eso cuando se dice que un escritor es un mentiroso parece que se le está denigrando. Y es que no hay una palabra exacta en español para referirse inequívocamente a lo que es la mentira literaria. Porque mentira tiene una connotación muy negativa. Supone el engaño, la mala fe, una maldad. Sin embargo, en el ámbito de la literatura la mentira equivale a fabulación.
Ante la impotencia del periodismo y de la historia para contar la “verdad”, la verdad parece encontrar su último refugio en la literatura o, al menos, una posibilidad de verdad, una verdad más profunda y más sutil. Y, así el lector de ficciones, no le teme a los excesos de la fantasía. Al contrario, se solaza en ellos para ver si, dando palos de ciegos, la imaginación alcanza a rozar algunas de las esferas de la escurridiza verdad. “Los hombres no están contentos con su suerte y casi todos —ricos y pobres, geniales o mediocres, célebres u oscuros— quisieran una vida distinta de la que viven. Para aplacar —tramposamente— ese apetito nacieron las ficciones. Ellas se escriben y se leen para que los seres humanos tengan las vidas que no se resignan a no tener”, argumenta Vargas Llosa.
Escritor realista, siempre en la escuela de Gustave Flaubert, el autor de La ciudad y los perros y La fiesta del chivo reconoce que la memoria es el punto de partida de la fantasía: el trampolín que dispara la imaginación en su vuelo impredecible hacia la ficción. Sabe que la literatura se mueve en la ambigüedad y que sus verdades son siempre subjetivas, a medias, relativas, y que con frecuencia constituyen inexactitudes flagrantes o mentiras históricas.
Luego de desmenuzar las novelas que más ha gozado y que recomienda, concluye el volumen con una disquisición (publicada originalmente en Selecciones del Reader’s Digest) sobre la importancia y el sentido de la lectura en un momento de la historia en que parece —pero no es cierto— que los escritores están a punto de desaparecer como los telegrafistas y la gente se aleja de la cultura gráfica. Para nada ha perdido su fe en la palabra escrita. Esta convencido de que los libros a nadie le hacen la vida más fácil ni más simple, sino más difícil y más interesante.
Tratándose de narraciones, dice el colombiano Fernando Vallejo, “la verdad es la correspondencia de lo dicho con lo sucedido, y a ella se contrapone la mentira. Definida así, es asunto sólo de la historia, y ni siquiera de la novela en primera persona. Puesto que la novela es invención, no cabe hablar de verdad en ella, y donde no cabe hablar de verdad tampoco cabe hablar de mentira. En la novela, la verdad y la mentira son dos espejismos que se anulan. Un novelista inventivo no es un novelista mentiroso. Es un novelista a secas. Mentiroso sería el historiador que inventara”.

Interesante como un crimen

En contraste con la novela policiaca tradicional que plantea un enigma y expone su resolución, la novela de ambiente judicial que escribió Georges Simenon —en sus serie del comisario Maigret— se propone más bien la creación de una atmósfera, un contexto del cual habrá de desprenderse el esclarecimiento del crimen.
“No procede ni por deducciones ni por golpes de teatro: su método consiste en suscitar lentamente atmósferas impregnadas de turbiedad, de sentimientos confusos, hasta que, nacida de esta física comunión, una intuición le revela la verdad”, dice René Lalou.
El placer intelectual que comporta despejar la incógnita del intríngulis —un asesinato, un robo, una persona desaparecida— se discierne en la tradición inglesa de la novela enigma, pero nadie ignora que el género detectivesco tuvo su invención en un cuento de Edgar Allan Poe hacia 1841, “Los crímenes de la calle Morgue”, de los que al final resulta autor un orangután y en el que comparece por primera vez en la literatura la figura del detective, el caballero Auguste Dupin.
El caso de Simenon, como el de la novela negra norteamericana, es distinto.
A cien años de su nacimiento (nació en Lieja, Bélgica, el 13 de febrero de 1903), Georges Simenon escribió más de doscientas novelas publicadas con su propio nombre y se le han dedicado varios homenajes, como el que le acaba de hacer la revista Magazine littéraire y el que tuvo lugar aquí, en el palacio de Bellas Artes, el miércoles 17 de septiembre con la participación de Paco Ignacio Taibo II y César Güemes.
Antes del verano la editorial Gallimard, en su prestigiosa Biblioteca de La Pléiade, puso en las librerías dos gruesos volúmenes de sus Novelas y, además, le dedicó el Album Simenon conmemorativo del año 2003. En una colección que recoge las obras completas de los clásicos, a Marcel Proust y a Jean-Paul Sartre, en pocos meses las obras de Simenon se han establecido como las más vendidas.
El crítico español Rafael Conte se refiere a lo asombrosamente prolífico que fue el inventor de Maigret. Dice que fue un novelista a veces correcto, bastante hábil, pero que nunca fue un gran escritor. Simenon escribía muchas veces por necesidad alimentaria, pero también —conservando el gancho de la novela policiaca, que no permite la deserción del lector— se esmeró en escribir unas ciento novelas “serias”.
Era natural, por lo demás, que entre tantas novelas —que a veces escribía de un sentón, de horas o de días, encerrado— redondeara no pocas que ya están pasando a la historia, como La habitación azul, El hombre que miraba pasar los trenes, Los vecinos de enfrente, entre las no estrictamente policiales. Pero quizá una de las más notables es Las memorias de Maigret, en la que se da un encuentro pirandelliano entre el personaje Maigret y su creador Simenon.
Ya se sabe que Maigret no es un detective privado, como suelen serlo los protagonistas de la novela negra. Es un representante del Estado, un miembro destacado y brillante de la policía judicial parisiense, y la verosimilitud de su personaje —impensable en México— tal vez haya funcionado muy bien en Francia por el tipo de relación que tienen los lectores —los ciudadanos— con las instituciones que averiguan y administran la justicia.
Maigret, por otra parte, es un personaje, no un tipo, más real, más humano, más vivo, desde que apareció por primera vez en 1930, en Pedro el letón. Es un ser de carne y hueso, vive con su mujer en las inmediaciones de la Place des Vosges, se lamenta a veces de no haber tenido hijos, está haciendo carrera como trabajador al servicio del Estado, está a punto de jubilarse, le gusta el tabaco negro y la cerveza clara, le alegra la vida el apetito de mediodía y el paso demorado por los restaurantes. Tiene sus dudas. No deduce ni es tan técnico como los investigadores de Conan Doyle o de Agatha Christie. Más bien trabaja ensimismado y su alter ego, el escritor Simenon, lo induce a ir creando un ambiente.
Hay un momento en Las memorias de Maigret en que llega a desdoblarse, "asumir una doble existencia: personaje real que polemiza con el autor del personaje fantástico, afirmando su propia realidad y sus propios derechos en cuanto personaje real”, dice Leonardo Sciascia en “Breve historia de la novela policiaca”, ensayo incluido en Crucigrama, publicado por el Fondo de Cultura Económica aquí en México en 1990.
Cuando Maigret, el personaje, se le aparece a Simenon, el escritor, le dice que con la ayuda de recortes de periódicos le gustaría establecer una cronología “de los principales casos de que me he ocupado”.
A Simenon no le parece mala la idea, pero Maigret le adelanta que sus libros podrían corregirse.
“Sólo, mi querido Maigret, que tendrá que ser usted el que haga le trabajo porque yo nunca he tenido el valor de releerme.”
El diálogo entre el autor y el personaje, antes que en Seis personajes en busca de autor, de Pirandello, ya se encuentra en 1615, en la segunda parte del Quijote. Sancho y don Quijote hablan de Cervantes y comentan —no sin ironía— cómo fueron recogidas sus aventuras en el primer volumen.
Al inspector Maigret las novelas de Simenon le parecen “inexactas”. Simenon le revira: “Yo lo he convertido a usted en alguien más real que usted mismo”. Y le suelta la paradoja de que las verdades fabricadas resultan más verdaderas que las verdades desnudas:
“La verdad nunca parece verdadera. No me refiero sólo a la pintura o a la literatura. Cuéntele usted cualquier cosa a alguien. Si no la arregla, les parecerá siempre a todos increíble y artificial. Arréglela usted y parecerá más auténtica que la verdad misma.”
De esas sutilezas también fue capaz el novelista Georges Simenon.