Post coitum omne animal triste. -Anónimo, latín postclásico

Sunday, April 02, 2006

Crónica de un instante

El 19 de agosto del año pasado, en una época en la que ya casi nadie escribe cartas, Salvador Elizondo me envió una manuscrita:

Querido amigo:
Antes que nada quiero darte las gracias y felicitarte por tu espléndido artículo en la Revista de la Universidad sobre las libretas Moleskine.
Luego quiero pedirte disculpas por este viejo sistema de comunicación que tengo para comunicarme contigo, pero es el único que tengo o que me queda. Yo usé, cuando vivía en París, las libretas Moleskine y por ahí debo tener algunas entre mis recuerdos de entonces. Ya no sé bien dónde quedaron, sólo que desde que no las tuve las he extrañado. Mi condición actual me obliga a utilizar cosas que fueron veleidades o extravagancias en mi juventud, guantes, bastón, sombrero, pero una cosa que siempre he necesitado han sido las libretas. Por favor, ¿en dónde poder adquirirlas aquí en la ciudad?
Gracias te doy y te deseo salud.
Tu amigo

Salvador Elizondo


Inclasificable como narrador, muy extraño al prototipo del escritor latinoamericano que se tiene en Europa, Salvador Elizondo en un instante dejó de estar entre nosotros —sus lectores, su esposa, sus hijos, sus amigos, sus hermanos, sus alumnos, sus camaradas— el pasado miércoles 29 de marzo. Completó 73 años de una vida plena y ejemplar para varias generaciones de escritores: le mostró a su país lo que significa el compromiso con el arte, el talento, la elegancia y la dignidad de un verdadero intelectual.
Aparte del arte narrativo que ejecutó admirable y muy originalmente en novelas como Farabeuf o la crónica de un instante, El hipogeo secreto, El grafógrafo, Salvador Elizondo ejerció lo que Octavio Paz llamaba “la tesis sin pruebas”, es decir, el ensayo literario que a veces se ocupaba de la pintura (estudió arquitectura, quiso ser pintor y cineasta) y más adelante de la fotografía y de la literatura.

Fotografía
En algunos catálogos de fotografías se vio siempre la mano de Salvador Elizondo al meditar, por ejemplo, en las fotografías de Paulina Lavista. En su libro Contextos, para fortuna nuestra, Elizondo rescató un de sus textos más memorables, “Nicéphore Niépce”, en el que enhebra las palabras con precisión quirúrgica y no sólo anota los avatares científicos que recorrió la investigación química para fijar las imágenes desde finales del siglo XVIII. También reflexiona en la impregnación fotográfica que ha pigmentado el carácter cotidiano de nuestra vida.
No deja de asombrarse Salvador Elizondo ante las producciones de Niépce y Daguerre, los inventores de la fotografía: la magnitud de su realización sólo es comparable a la de Gutenberg.
Niépce “opuso un dique momentáneo al cauce heraclíteo que en cierta forma nos permite bañarnos dos veces en el mismo río”.
Sin la fotografía, razona Elizondo, no serían posibles dos nociones en las que se sustenta la vida y la política: la información y la comunicación.
“Dos de las más altas funciones del Estado, el archivo y la propaganda, serían imposibles sin el descubrimiento de este medio de expresión menos perfecto pero más verosímil que la escritura descriptiva”.
En un tono de En busca del tiempo perdido, la novela de Marcel Proust, el autor de Camera lucida y Elsinore siente que “nuestros panteones personales tienen la forma de un álbum fotográfico y la fotografía no sólo impregna nuestra memoria y nuestra historia en la que estamos situados sino que además —como el espejo de Mefistófeles— es capaz de mostrarnos la figura instantánea, si no la presencia concreta, de una forma fugaz, y por fugaz, ideal”.

Literatura
Uno de los escritores mexicanos a quien Elizondo mejor descifró literariamente fue Juan Rulfo. Lo conocía desde 1953, cuando ambos coincidieron como coordinadores del taller literario del Centro Mexicano de Escritores, en el que sostuvo con el autor de Pedro Páramo una amistosa polémica. Elizondo sostenía que Rulfo inventaba el lenguaje y Rulfo replicaba que no, que ese lenguaje que vertebra toda su narrativa no es otro y ni podía ser otro que el lenguaje que se habla cotidianamente en los pueblos del sur de Jalisco (San Gabriel, Apulco, Sayula, San Pedro Toxin, Tuxcacuesco).
“Su modestia es demasiada par un artista, porque es imposible que las gentes hablen naturalmente con una afinación literaria tan marcada que no se nota. Yo he estado en Jalisco”, decía Salvador Elizondo, “y nunca he oído hablar a nadie como en los cuentos de Rulfo. Lo que pasa es que él trata la esencia de ese lenguaje y puede trasladarla a la escritura, que es el problema más difícil que existe para un escritor. Transcribir un habla un lenguaje literario escrito y conservar su condición de habla”.

Pintura
Cuando tenía 18 años, el pintor Arnaldo Coen conoció a Salvador Elizondo.
—¿Y tú a qué te dedicas? —le preguntó el escritor.
—A pintar —le dijo Arnaldo.
—¿Y sabes quién fue Paolo Ucello?
—He visto sus cosas en libros. Sé que pintaba en Florencia a principios del siglo XV, durante el Renacimiento, pero nada más.
—Pues cuando yo vi La batalla de San Romano en la National Gallery colgué los pinceles. Nunca volví a pintar.
A partir de entonces Arnaldo Coen recogió los pinceles que dejó colgados Salvador Elizondo
.

Jacarandas en la Condesa

Como el suicida en su propia sangre
yace mi ciudad anegada en flores
de jacarandas.

—Tita Valencia, El trovar
clus de las jacarandas



Amanecieron las calles alfombradas de lila, los carros bañados de flores como en carnaval, unos árboles muy ralos ya, otros todavía cargados de suave púrpura para continuar el relevo –porque unos se desfloran primero y otros más tarde- y llegar hasta el fin de la semana mayor. Porque el o la jacaranda es un árbol de cuaresma. Dura lo que un suspiro, unos cuarenta días, y entre el domingo de Ramos y el de Resurección las últimas flores se asocian al morado de la pasión en la liturgia católica.
Después las jacarandas no quedan del todo desnudas, como en invierno, pero ya no tiñen los barrios de West Condesa ni triunfan bajo el sol del valle de Cuauhnáhuac como cuando uno se va adentrando entre el follaje predominantemente lila de Tepoztlán. De este lado de la colonia Condesa destaca el señorío, la sombra impresionista de Cézanne, y la fiesta vegetal de estas flores que luego untamos en las banquetas y que son mucho más bellas que las de East Condesa o Guadalajara o la colonia del Valle.
Es nuestro breve verano, de marzo a mayo, en la capital, mientras en Mexicali y Hermosillo el horno sube hasta los 46 grados y no apagan allí el aire acondicionado sino hasta octubre. No alcanzamos la canícula de agosto, pero se aletargan las tardes entre la carpintería de don Eduardo Mexicano, el puesto de periódicos de Epifanio Valencia (mejor conocido como el Pifas), la zapatería de Santiago Ramírez, la sastrería del maestro Muñoz, la peluquería High Life de don Miguel Cote, junto a la cantina de puertas adentro y el Café de la Selva, a unos pasos del Gloria de Ernesto Saidi y el café Chiandoni (que atienden los nietos del Chiandoni de la colonia Nápoles). Se extrañan otros oficios arrasados por los restaurantes: el vulcanizador, el electricista, el panadero. Perviven el maletero, el cerrajero, el relojero, el herrero, el plomero, el librero, el señor de la basura, el de la tintorería, pero tienen sus días contados.
Afortunadamente, por ahora, no hay en la Condesa ni Vips ni Sanborns.
Don Eduardo Mexicano (así se lee el apellido en el acta de nacimiento de su bisabuelo) tiene 93 años y es de Comonfort, Guanajuato. Llega todos los días en pesero, con su bordón inseparable, y recuerda cuando le construyó un comedor y unos libreros a doña Amalia y al general Lázaro Cárdenas en Palmira, Morelos. “Ustedes no se van”, les dijo el Presidente al carpintero y su ayudante. “Se quedan a comer.”
-No te dejes que te digan el Pifas. Que te digan don Epifanio –le digo—. Aquí la gente es muy igualada.
Ya tiene veinticinco años con su puesto en la esquina de Michoacán y Cuernavaca, y lo suele trabajar con su esposa Rosario y sus hijos Grisel, Yazmín y Édgar. Y es un ser de luz, dice Carmen Gaitán. El más amoroso y solidario de los vecinos. A todos mundo ayuda. Le da trabajo a un viejito. Lava carros. Da bola. Te presta para el café. Te consigue a una planchadora, un taxi de confianza, un cerrajero, un electricista, vende libros usados y revistas como The New Yorker y Magazine Litteraire en su librería La Banqueta. Es un empresario del servicio a los demás y —como pocos mexicanos— tiene palabra. Honor y conmiseración.
En fin, esta planta bignoniácea, jacaranda brasiliana o sagraena, de hermoso follaje y grandes hojas subdivididas en hojuelas muy pequeñas y flores azuladas y en racimos, son de vida efímera. Dejan de estar en este mundo como las muertas jóvenes. En la semana mayor se cubrían antes los santos con franela color jacaranda.
Pero sus pétalos no son basura. Truenan y manchan el piso cuando los pisas. Crujen. Son de olor fuerte y se le huele todo el día, se te sube al cráneo. Si llueve el olor brota del asfalto muy agradable, como las hueledenoche. Sus raíces horizontales se expanden hacia a la superficie, revientan el cemento y rompen las tuberías del gas. Tiran las hojas, color violeta, entre azul y lila, cerca del morado, que quiere decir esperanza entre los católicos. Sus hojas dan flores, semillas. Constantemente está cambiando como las víboras que cambian de piel, dice Federico Ramírez, el chef cocinero de la fonda Don José (en Atlixco y Montes de Oca), con experiencia en Grecia y otras cocinas del Mediterráneo.
Y son también como el mar color del vino, al que se refiere Homero en la Odisea: la coloración violeta que entre las islas de Escilla y Caribis, en el litoral siciliano, cobra el fondo del mar a ciertas horas del amanecer.