Post coitum omne animal triste. -Anónimo, latín postclásico

Saturday, February 04, 2006

Contar la muerte

Margaret Atwood está convencida ante todo de que el acto de escribir, y la dedicación de toda una vida a la literatura, es una reacción frente a la certeza de la muerte. Algo hay en la creación literaria que, muy en el fondo, impulsa al escritor a conjurar mediante la escritura la inevitabilidad de la muerte. Por eso se escribe, piensa Margaret Atwood. No se escribe para otra cosa.
En su ensayo Negociar con los muertos, la novelista canadiense sostiene que no sólo una, sino toda escritura de la especie narrativa, y tal vez todo tipo de escritura, está motivada en lo más profundo, por un temor a, y una fascinación con, la mortalidad, por el deseo de hacer el arriesgado viaje al corazón de las tinieblas y traer de regreso algo del mundo de los muertos.
Entrar en la narrativa, en el proceso narrativo, presupone una senda oscura. No se puede ver el camino de antemano.
El narrador quiere descender los escalones que lo llevan al abismo insondable: a terra incognita. Avanza a ciegas. No sabe qué le depara el resto del camino. Se va adentrando en la noche de los tiempos. Y es que el submundo —o el más allá— guarda los secretos. “Abajo hay algo y hay que contarlo.” Para eso se desciende a los infiernos, en una aventura que los griegos llamaban catábasis. De ahí la raíz cata que significa “hacia abajo”, en palabras como catacumba.
De la muerte sólo se puede hablar desde este lado, puesto que no se puede escribir sobre cosas que no se han vivido. Para contar la muerte hay que morir primero y, además, hablar de la muerte, por ejemplo, implica hablar de la vida.
“En esencia la muerte no se puede contar”, dice Fernando Vallejo, “pero uno puede saber que está próxima”.
Para el doctor Francisco González Crussí la muerte es irrepresentable en sentido absoluto. Nadie ha logrado representar el tránsito entre el ser y la nada o entre el ser y la eternidad, dado que es algo que no cabe en la mente humana, “porque la mente humana no admite examinar lo que no está dentro de nuestra experiencia”.
“La mente necesita un asidero de dónde afianzarse, pero en la muerte como en todo lo absoluto no existe una saliente, no hay un gancho del cual el pensamiento pueda asirse.”
Incontempable, impensable, la muerte se encuentra —piensa González Crussí— más allá de toda posibilidad de descripción. Sin embargo, la imaginación literaria de Juan Rulfo es la que mejor ha sabido trascender esa barrera racional.
Es posible que en el pasado quien más se aproximó a esta experiencia narrativa fue Leon Tolstoi en La muerte de Iván Ilich.
Algunos otros también lo intentaron, como Edgar Lee Masters en su Antología de Spoon River.
Pedro Páramo podrá tener muchos temas —y ciertamente no es fácil sacarla de su estricta literalidad— pero sin duda en toda la novela la muerte es el contexto.
Cuando en Pedro Páramo —una novela en la que todos están muertos— el personaje narrador relata su propia muerte estamos ante un caso de descripción de lo que sucede al otro lado de la vida.
Juan Preciado, el narrador, dice que lo mataron los murmullos y que no sentía calor sino frío mucho frío. En este pasaje Juan Rulfo consigue uno de los efectos más verosímiles de la literatura mexicana al imaginar lo que podría ser la muerte o relatar la experiencia de morir o convertir la muerte en una experiencia narrativa.
Juan Preciado cuenta cómo murió. Describe su experiencia de la muerte:
“Bueno, pues, llegué a la plaza. Me recargué en un pilar de los portales. Vi que no había nadie, aunque seguía oyendo el murmullo como de mucha gente de día de mercado. Un rumor parejo, sin ton ni son, parecido al que hace el viento contra las ramas de un árbol en la noche, cuando no se ven ni el árbol ni las ramas, pero se oye el murmurar. Así. Ya no di un paso más. Comencé a sentir que se me acercaba y daba vueltas a mi alrededor aquel bisbiseo apretado como un enjambre, hasta que empecé a distinguir unas palabras casi vacías de ruido: Ruega a Dios por nosotros. Eso oí que me decían. Entonces se me heló el alma. Por eso es que ustedes me encontraron muerto.”
Y como si la novela Pedro Páramo no hubiera bastado, un texto póstumo de los Cuadernos de Juan Rulfo recupera estas líneas, evidentemente preparadas para un texto de ficción:
“Yo morí hace poco. Morí ayer. Ayer quiere decir hace diez años para ustedes. Para mí, unas cuantas horas. La muerte es inalterable en el espacio y en el tiempo. Es sólo la muerte, sin contradicción ninguna, sin contraposición con la nada ni con algo. Es un lugar donde no existe la vida ni la nada. Todo lo que nace de mí es la transformación de mí mismo. Los gusanos que han roído mi carne, que han taladrado mis huesos, que caminan por los huecos de mis ojos y las oquedades de mi boca y mastican los filos de los dientes, se han muerto y han creado otros gusanos dentro de mi cuerpo, han comido mi carne convertida en hediondez y la hediondez se ha transformado hasta la eternidad en pirruñas de vida, en el desmorecimieto de la vida.”
En Pedro Páramo campea la muerte omnipresente y omnisciente, pero es una novela cargada de vida y verdad. Los cuerpos muertos copulan, se desmoronan o empolvan en una suerte de erotismo post mortem: palpitación de falos, olores vaginales, efluvios de la lubricación primordial. Un mundo de muertos lleno de vida: rencores, remordimientos, pasiones, venganzas, deseos, una memoria ni dormida ni despierta.
“La historia de la vida y de la muerte enlazadas, sin una barrera entre una y otra”, como dijeron en Japón.

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