Post coitum omne animal triste. -Anónimo, latín postclásico

Saturday, February 04, 2006

De sastrería





Para Antonio Solito,
il miglior sastro.


La película de Olivier Hirschbiegel, El hundimiento, inspirada en el ensayo homónimo de Joachim Fest y en la memoria personal de la secretaría de Hitler, Trauld Junge, está teniendo una gran éxito en Alemania porque parece ser la primera vez que se interpreta al dictador en su propia lengua y con una producción alemana. Ha despertado polémica además porque el actor suizo Bruno Ganz se ha introducido de tal manera en el personaje que, dice, ha tocado su humanidad y a veces le ha conmovido, lo cual es lógico en un verdadero actor profesional.
Pero al darle la vuelta al mundo la imagen de Ganza ataviado de Hitler, con un kepí salido del máximo rigor estético y con un largo abrigo de casimir verde esmeralda, estilo de los años 30, ha suscitado una meditación acaso no trivial: la de la sastrería militar que en el fondo nunca deja de ser sastrería política, campo profesional en el que el hábito siempre ha hecho al monje. ¿Y cómo no?
Se empieza a ser algo o alguien aparentando que se es algo o alguien, como en el caso de los toreros. Y la de los nazis —los largos abrigos de piel, el aire prusiano de sus cascos y sus gorras cuarteleras, los uniformes de gala, las botas federicas— es una presentación de los años 30 aunque su escandaloso drama transcurra durante los 40. La moda desde los 30, el gusto, el laid out: el logotipo de la suástica ha sido el logotipo más exitoso del siglo XX, antes que el de los Yankees de Nueva York, la Y superpuesta en la N. También el diseño arquitectónico (la arquitectura como símbolo del poder: las locuras de Albert Speer) y la ingeniería automotriz y militar son diseños de los años 30, resabios del Art Decó.
Y esa belleza del uniforme y los dorados botones de empaque napoleónico tiene la tan siniestra como atractiva belleza del tigre: atrae su belleza y al mismo tiempo repele su amenaza de muerte. Los largos abrigos de lana inglesa se cortaban a la medida entre los sastres del Tercer Reich. El algodón de los uniformes de campaña se traía de la India que, por iniciativa del militar británico Harry Lumsden, produjo desde 1846 el pantalón y la camisa de khaki tiñéndolos con un té camaleónico: del mismo color del desierto, un café deslavado al que en hindú se le identifica como khaki, como el té del mismo nombre.
Para contradecir la creencia de que el hábito no hace al monje, Yvonne Deslandres expone en El traje, imagen del hombre (Ed. Tusquets) que el atuendo es lo que distingue al hombre del animal. Unos ven en el traje un signo de civilización y en los uniformes, civiles, religiosos o militares, la imagen de un grupo, una indumentaria que es el símbolo de su dignidad. En realidad el traje revela indiscretamente a quien lo lleva; es sin duda la imagen que consentimos o procuramos dar de nosotros mismos.
Políticos y locutores de televisión —los nuevos perros guardianes, nuestros guías espirituales que no tienen menos gratificación que los predicadores— se esmeran por andar bien entacuchados. Unos prefieren los trajes de tienda (como el señor Presidente) y otros los encargan a la medida y se ven demasiado atildados, como algún secretario de estado o algún locutor que se viste como para ir a una boda todas las noches, con sus corbatas domingueras, y que habla como secretario de estado.
Los ejércitos de Chile y España siguen utilizando el casco cuadrado distintivo de los nazis, sin arredrarse. En algunos programas los intelectuales de tele no se sonrojan al lucir la camisa negra de los fascistas, acaso porque ya ha pasado mucho tiempo desde la marcha sobre Roma. Mientras que en Barcelona, todavía en los años 70, ruborizaba ver a alguien con la camisa azul de los falangistas. En los años 30, los grupos paramilitares armados de Garrido Canabal llevaban camisa roja y pantalón negro, como la bandera de huelga. En California y en cualquier estado de la Unión, los adolescentes de escaso recursos salen del anonimato con un uniforme de marine, uno de los más exitosos en la historia de la sastrería militar: el kepí blanco, la casaca azul marino y los botones de oro, el pantalón gris con una franja roja como de carabinero italiano. Es rara la sala de una familia chicana que no exhiba el retrato del recluta en traje de gala, muerto en el campo de batalla.
Juan José Arreola, por lo demás, no era indiferente a la sastrería: la ropa siempre fue muy importante para él, "tanto por su poder de expresión como por su sensualidad". De eso habla en Memoria y olvido, que escribió y armó Fernando del Paso: del vestir como una manifestación muy importante del ser. Y es que había en Zapotlán una tradición del bien vestir, un gusto por las ropas finas, bien hechas.
"Yo solía acompañar a mi padre, que era un fifí, al sastre. Recuerdo mucho el jaboncillo, o greda, con el que los sastres señalaban en los casimires los cortes y las medidas para guiarse. Bueno, en los casimires y otras telas, y para ello había gredas de colores distintos además de la blanca: grises, azules, violáceas y había otras de color coral pálido, como rosa muerto, y se usaba según las telas fueran claras u oscuras." Así hablaba Juan José Arreola: "En la casa, mi mamá nos hacía toda la ropa. Pantalones, camisas, ropa interior, todo estaba cortado a mano y cosido en la máquina de mi madre."





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