Post coitum omne animal triste. -Anónimo, latín postclásico

Saturday, February 04, 2006

Hammett ya no pudo escribir

COMO UN PUÑO CUANDO SE ABRE LA MANO

Hace 46 años que el novelista norteamericano Dashiell Hammett terminó de estar en este mundo.
Como se sabe, muchas de sus novelas se llevaron al cine y su célebre investigador privado Samuel Spade —el héroe clásico de la llamada “novela negra”— se conoció en todo el mundo con el rostro melancólico de Humphrey Bogart.
En El halcón maltés, los personajes no penden como títeres de la tensa cuerda tendida a lo largo de la trama. Tienen otra dimensión, más humana, menos acartonada, más dramática. La motivación de un personaje como Sam Spade consiste en encontrar al asesino de Miles Archer, su colega en la agencia de detectives privados que tienen en San Francisco. Ése es su impulso: se trata de una cuestión de principios y el hecho de que Spade ande con la mujer de Archer pertenece a otro orden moral —el de las relaciones periféricas— y no cuenta.
Si Dashiell Hammett —nacido en St. Mary, Maryland, en 1894, y que no desconocía el oficio de detective porque entre 1915 y 1918 trabajó en la agencia Pinkerton, en la que también ejerció de rompehuelgas— aportó al género policiaco la dimensión psicológica y estética de que carecía, fue porque antes que un “autor policiaco” era un novelista sin adjetivos. Podría pensarse, desde la perspectiva de nuestro tiempo mexicano, que en el fondo era un maniático de la ética y que por tanto su protagonista, su alter ego, Sam Spade, actuaba en consecuencia lógica.
Más que una idea de la venganza, en un tramo final de la novela se esboza un sentido de la justicia o de la solidaridad cuyo texto podría colocarse a la entrada de todas las agrupaciones de periodistas cuando les matan a un compañero:
“Cuando a uno le matan a su socio se supone que hay que hacer algo al respecto. No tiene importancia la opinión que uno tenga de él. Era tu colega y se supone que debes hacer algo.”
Con estas líneas quiere explicarle a Brigid O’Shaughnessy —la muchacha delincuente de El halcón maltés— por qué, a pesar de que tal vez la ame, no puede dejarla escapar.
En una escena anterior, en el capítulo VII, Hammett ya había puesto a los dos personajes en interlocución. Mientras esperan que vuelva Cairo con el enigmático pájaro negro, Sam Spade empieza a contarle una historia a Brigid O’Shaughnessy que aparentemente no tiene nada que ver con su situación en ese momento.
Es una bonita historia, un cuento dentro de la novela: Un hombre llamado Flitcraft salió un día de sus oficinas en Tacoma y nunca más se volvió a saber de él. Desapareció para los demás. Organizó su muerte civil. El clásico desaparecido, como el Wakefield de Hawthorne o el Matías Pascal, de Pirandello, que desaparece y adopta otra identidad. Su esposa y sus hijos nunca volvieron a verlo. Cuando Spade se encontraba en Seattle trabajando para una de las grandes agencias de detectives en 1927 le encargaron que buscara a Flitcraft: lo encontró en Spokane. Ya habían transcurrido siete años de su desaparición.
El señor Flitcraft le explicó a Spade que una mañana pasó delante de un edificio en demolición del que sólo quedaba el esqueleto y que de pronto, desde unos diez pisos de altura, cayó, rozándole, una viga. “Sintió como si alguien hubiera alzado la tapa que recubre la vida, permitiéndole ver su mecanismo.” El mecanismo de la fragilidad y el azar.
“La vida que conocía era un asunto limpio, ordenado, cuerdo, responsable. Ahora, una viga desprendida le demostraba que la vida no era fundamentalmente ninguna de esas cosas. Él, el buen ciudadano, el buen esposo, el buen padre, podía ser borrado del mundo entre su oficina y el restaurante, merced a la interpolación de una vida desprendida. Comprendió entonces que los hombres morían por azar y vivían sólo mientras la ciega casualidad los respetaba.”
Sintió que vivía en desacuerdo con la vida. Y que nunca volvería a conocer la paz hasta no haber ajustado su conducta a ese nuevo vislumbre de la esencia de la vida. “Su vida podía concluir por el azar de una viga caída: él cambiaría su vida por el azar de una mera huida.”
El párrafo ilustra lo que otro autor, Marshall Berman, piensa en Todo lo sólido se desvanece en el aire: quienes están más felices en sus casas pueden ser los más vulnerables a los demonios que los rondan: la rutina cotidiana de los parques y las bicicletas, las compras, las comidas y las limpiezas, los abrazos y los besos habituales, puede ser no sólo infinitamente gozosa y bella sino también infinitamente precaria y frágil, pero “mantener esta vida puede costar luchas desesperadas y heroicas, y a veces perdemos”. La historia dentro de la historia resulta ser, también, ua meditación sobre el azar y la contingencia.
Pero lo que más le intrigaba a Brigid en el curso de su conversación con Sam Spade, en aquella primera escena de El halcón maltés, era el sentido de la historia: a cuento de qué venía: “Brigid lo escuchaba, evidentemente más sorprendida por el hecho de que contara esa historia que por estar interesada en ella, más intrigada por el propósito que tenía Spade al contarla que por la historia misma.”
Y es que, sin venir aparentemente al caso, sin ninguna observación preliminar, Sam Spade empezó a relatar a la muchacha delincuente el episodio de Flitcraft:
“Se fue así nomás”, dijo Spade, “como un puño cuando se abre la mano”.
Hammett murió el 10 de enero de 1960. En los últimos 26 años de su vida no volvió a escribir ni a publicar una sola línea. Nunca más se pudo concentrar, nunca recuperó la capacidad de concentración persistente que comporta la hechura de una novela. Se dispersó en algunas causas políticas, empleó mucho de su talento en ayudar a Lillian Hellmann cuando éste escribía sus obras de teatro, como La hora de los niños, por ejemplo. Una de las biógrafas de Hammett dice que tal vez fue un caso de autoinmolación: el del artista que cancela y desplaza su talento literario hacia otra persona, hacia la mujer amada, por ejemplo.
En los primeros meses de 1939 se puso a escribir de nuevo. Una novela. Se compró una nueva máquina de escribir y contrató los servicios de una macanógrafa, pero se pasaban las mañanas platicando sin trabajar. A todo el mundo le contó que estaba escribiéndola y permitió que su editorial anunciara que se aparición era inminente. Quizá se le ocurrió que si decía que estaba escribiendo algo, y lo decía bastante a menudo, y dejaba que su promesa se publicara en la prensa, algún sentido del honor lo obligaría a cumplir con lo dicho. Si digo que escribo, a la mejor escribo. Sin embargo, la verdad era que no podía escribir y cuando la gente le preguntaba por un libro nuevo les decía la primera cosa que le pasaba por la cabeza.
Ya no se hacía muchas ilusiones sobre sí mismo. Ideas le sobraban, como a todos los escritores. Pero no conseguía realizarlas. Con su compañera Lillian Helmann —nos cuenta Diane Johnson en su biografía sobre Hammett— era más sincero:
“Ya sé, ya sé que esto suena a proyecto de alcohólico.” Era aún más sincero consigo mismo: no era capaz de escribir. “Porque no tenía nada sobre lo que escribir.” Aparentemente su vida había terminado cuando se fue a San Francisco y abandonó la oscuridad, el trabajo, la familia y la clase social a la que según él debía lealtad, pero en la que se encontraba incómodo.
“No podía darle sentido a sus existencia por más tiempo, pero la manera más directa de ponerle punto final era la bebida”, dice Diane Johnson.
Se había vuelto disperso. No se concentraba. Despilfarraba lo que le quedaba de sus ahorros, habiendo llegado a acumular más de un millón de dólares. Escribía manifiestos y cartas. Se entusiasmaba en el proyecto de un nuevo periódico de combate.
“Pero las ideas y las palabras se esfumaban de su mente tan pronto como se sentaba frente a la máquina de escribir, y eran reemplazadas por exasperantes vacíos, y si conseguía escribir un párrafo o una línea, sufría una casi incorregible necesidad destructiva de minimizarlo, reducirlo, destruirlo.”
En ningún otro libro he leído una descripción más exacta de lo que puede llegar a ser el infierno de la impotencia literaria. ¿Por qué en cierto momento de su vida un escritor no puede seguir escribiendo?
Dasiell Hammett reescribía lo que ya había escrito y lo reducía. Era una especie de tortura. Se sentaba ante la máquina de escribir y esperaba el impulso que no llegaba nunca.
Intentaba engañarse a sí mismo: una nueva máquina de escribir, un tipo de papel diferente, escribir a mano, empezar escribiendo cartas esperando que una vez que las palabras llegaran se deslizarían imperceptiblemente hacia el trabajo narrativo.
Un vaso de whisky antes del trabajo, no beber whisky hasta haber concluido una jornada de trabajo decente, un paseo, levantarse sin rodeos de la cama, por la mañana, o a las seis de la tarde puntualmente: ninguna de sus estrategias le dio frutos. Y así vivió, o sobrevivió, durante los últimos 26 años de su vida. Seguiría esa rutina, ese simulacro de escritura, esa tortura, esa impotencia, hasta el final. Pero sin poder reencontrar el hilo de su creatividad.

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