Post coitum omne animal triste. -Anónimo, latín postclásico

Tuesday, February 14, 2006

Terrorismo atómico

Él: Tú no has visto nada
de Hiroshima. Nada.
Ella: Lo he visto todo. Todo…

—Alain Resnais, Hiroshima mon amour.


1. El B29, el avión que arrojó la primera bomba atómica obre la ciudad de Hiroshima, en 1945, era mejor conocido entre la tripulación como Enola Gay. Recibió ese nombre de su jefe de vuelo, el coronel Tibbets, debido a que de soltera su madre se llamaba Enola Gay Haggard, natural de Gidden, Iowa.
Cuando Tibbets quiso ser aviador, toda su familia se opuso a ello, con la excepción natural de su madre que le animó en sus deseos. La bomba de cuatro toneladas fue bautizada con el nombre de Little Boy. Forebee, a través de su visor, localizó el objetivo a las 8 horas, 13 minutos, 30 segundos. Como bombardero responsable tenía puesto el dedo sobre el botón de lanzamiento para el caso en que el mecanismo sincronizado no funcionara. Poc tiempo antes, Parsons se había metido en el tubo lanzabombas y mientras su ayudante Jeppson le alumbraba y le pasaba herramientas, introdujo, con grandísimo cuidado, la carga explosiva de los detonadores en la cola de Little Boy, y puso en condiciones el dispositivo de doble conexión. En ese momento, Jake Baser dormía profundamente. Y al final no le fue preciso a Forebee apretar el botón de deyección: a las 8 horas, 15 minutos, 17 segundos, se abrieron las compuertas exteriores del tubo lanzabombas y el ingenio empezó a hundirse en el aire, como un clavadista perfecto y magistralmente estirado.
A las 8 horas 16 minutos se produjo la deflagración.

2. Hace 60 años, pues, el 6 de agosto de 1945, una bellísima superfortaleza volante evacuó su carga mortal sobre la gente común y corriente, no militar, de las ciudades japoneses Hiroshima y Nagasaki. El número de muertos civiles se estimó, semanas después de la matanza, en unos l50 mil. Más adelante, como era previsible, hubo otros millares que tuvieron una muerte dilatada o una supervivencia mutilada.
Visto con la perspectiva del tiempo, el bombazo exterminador sugiere varias reflexiones que —sobre todo en los últimos años— tienen que ver con el exterminio de población civil en la guerras, con el terrorismo anarquista o institucional, y con la locura de la ciencia: ¿cómo ha sido posible que el talento de la humanidad haya dado con una fórmula que podría extinguirla del planeta?
Fedor Dostoiewski decía: “No alcanzo a ver la diferencia entre matar a un hombre desde un escritorio, mediante la firma de un documento, o matarlo a hachazos.”
¿Por qué no es terrorismo el performance de una bellísma máquina de guerra, una maravilla de la ingeniería humana, una escultura metálica que vuela como un astro, cuyo piloto uniformado suelta sus bombas sin ver los resultados ni a sus víctimas?
Cálculos muy conservadores, evidentemente manipulados, estiman que los muertos civiles en Irak en lo que va de la invasión —que no guerra, puesto que para que haya combate se requiere de dos ejércitos enfrentados— llegan a 26 mil y que suman otras decenas de miles más los hombres, mujeres y niños que quedaron mutilados.
Pero esto de andar matando civiles y no a soldados ya era un lugar común en la segunda guerra mundial. Los ingleses y los norteamericanos, estadounidenses o gringos, mataron a por lo menos 220 mil civiles no combatientes en la ciudad alemana de Dresden. Alfombraban de bombas las ciudades. Aterrorizaban. Y justificación no les faltaba porque también Hitler había bombardeado Londres.
Henrique González Casanova solía leernos en clase de redacción periodística (en Ciencias Políticas de la UNAM) uno de los libros más desgarradores que se han escrito sobre la masacre del 6 de agosto de 1945: Hiroshima, del periodista norteamericano John Hersey. A un año de la bomba, en agosto de 1946, Hersey visitó Hiroshima y habló con algunos sobrevivientes. Su reportaje ocupó el número completo de la revista The New Yorker un mes después y desde entonces se le considera una pieza maestra del periodismo de todos los tiempos.
Como se sabe, el sentimiento de culpa no fue muy fuerte entre los estadounidenses porque, según la verdad política de la Casa Blanca, la bomba atómica sobre las dos ciudades japoneses terminó con una guerra que seguramente iba a continuarse y en la que —tan sólo con la invasión terrestre de Japón— iban a morir entre 100 mil y un millón de soldados de Estados Unidos. El criterio político, la razón de Estado, fue como muchas otras veces en la historia: hay que sacrificar unas cuantas vidas para salvar a un mayor número de vidas.
Cuando se reunió con Stalin y Churchill, Harry S. Truman sintió necesario informarles que su país “tenía una nueva arma de extraordinaria fuerza destructiva”. Empezaba la guerra fría. No pocos funcionarios, como William Leahy, jefe del Estado Mayor de Roosevelt, sostuvieron que la bomba no representó “ninguna ayuda sustancial en nuestra guerra contra el Japón”. Dicen que después se retractó, pero el general Eisenhower dejó dicho por ahí que lo de las bombas no se justificaba porque para ese entonces “Japón ya estaba derrotado”.
No tuvo la menor importancia el que Japón ya estuviera predispuesto a la total rendición. La guerra en el Pacífico empezaba a ser historia y lo que a Truman le importaba era la nueva geopolítica. No quiso desaprovechar el momento para hacer una exhibición de fuerza con la bomba, pero no a Japón, que ya no importaba, sino a la Unión Soviética. Para eso se mató a tanta gente.

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