Post coitum omne animal triste. -Anónimo, latín postclásico

Saturday, February 04, 2006

Las creencias no se discuten

Dos ideas entre muchas otras se deslizan entre las páginas de Soldados de Salamina, la novela de Javier Cercas: “Como es una creencia, y sobre las creencias no se discute, sobre el nacionalismo no se puede discutir: sobre el independentismo sí.” Y la otra, la idea que se teje en esa novela sobre la estirpe del héroe:
“En el comportamiento de un héroe hay casi siempre algo ciego, irracional instintivo, algo que está en su nanturaleza y a lo que no puede escapar.”



Y la verdad es que hace muchos años que no me conmovía una novela como ésta. La acción se establece hacia finales de la guerra civil española, en los primeros meses de 1939, en medio de un “desorden de estampida”. Las tropas de Franco vienen arrasando rumbo a Cataluña y cientos de miles de republicanos emprenden la retirada hacia el exilio más allá de los Pirineos.
El tono de todo este “relato real” está dado desde el principio por el estado de ánimo del narrador: un periodista, abandonado por su mujer, que empieza a asumir su fracaso como escritor y que además acaba de sobrevivir al duelo por la muerte de su padre. Esta perspectiva o punto de vista, animado o desanimado por el morbo depresivo, se siente como la clave de sol de toda la novela: el personaje narrador diluye su derrota personal en la de aquellos combatientes vencidos por la guerra.
No tiene que ver el título directamente con la batalla de Salamina, isla ubicada hacia el sur cercano de Atenas, que ganaron los griegos contra los persas en el año 460 antes de Cristo comandados por un brillantísimo estratega: Temístocles. En la memoria de Esquilo, la flota ateniense hundió 200 de los barcos de Jerjes, hijo de Darío, dejando un mar salpicado “de naufragios y hombres asesinados”. La alusión por parte de Cercas, evidentemente, es simbólica, pues se vale de una frase del novelista Rafael Sánchez Ferlosio que para quitarse a los entrevistadores de encima los abrumaba con largas disquisiciones sobre el uso de la garlopa o la derrota de las naves persas en la batalla de Salamina.
Y aquí está el enlace con la imagen primordial de la novela. El padre de Sánchez Ferlosio (autor de aquella famosa novela de los años 50, El Jarama) no es otro que el personaje central de Soldados de Salamina: Rafael Sánchez Mazas, escritor, político, fundador e ideólogo de Falange junto a José Antonio Primo de Rivera, a quienes Cercas identifica como instigadores de la guerra fraticida, los mismos que se inspiraban en una frase de Oswald Spengler, según la cual siempre ha sido un pelotón de soldados el que a última hora ha salvado a la civilización.
Al escapar de una cárcel madrileña, Sánchez Mazas se desplaza hacia Barcelona y allí es aprehendido por una partida de soldados republicanos del Servicio de Inteligencia Militar, restos de unidades deshechas, que se lo llevan a un lugar conocido como el Collell, cerca de Gerona, en la comarca de Banyoles. Allí alguien organiza un pelotón de fusilamiento y a Sánchez Mazas las balas apenas lo rozan. Aprovechando la confusión huye hacia el bosque, perseguido por los milicianos. Uno de ellos por fin lo descubre y lo encañona en una zanja. Lo mira a los ojos y grita a sus compañeros: “¡Por aquí no hay nadie!” Da la media vuelta y se va.
De esa escena está colgada toda la novela. El falangista franquista se pasa toda la vida preguntándose quién lo salvó y por qué. Llega a tener el cargo de ministro sin cartera y cuenta y cuenta su historia. Sus palabras son tan precisas y los silencios que las pautan tan precisos que da la impresión, cuenta Cercas, de que “en vez de contar la historia la está recitando, como un actor que interpreta su papel en un escenario”.
En una suerte de disquisición proustiana, porque ya se sabe que la memoria interpreta, Javier Cercas anota que “lo que Sánchez Mazas le había contado a su hijo (y lo que éste me contó a mí) no era lo que recordaba que ocurrió, sino lo que recordaba haber contado otras veces”. Barnizados por una pátina de medias verdades y embustes, los relatos subsiguientes parecen ajustarse o no ajustarse a la realidad de los hechos como si cada uno de los relatores los inventara a su manera.
Tanto la literatura de la memoria como la novela de “lo real y lo ficticio”, la mezcla de realidad y ficción, la pretensión de crear “ficciones verdaderas” a partir de un “relato real” engendrado en un contexto en sí mismo dramático, el de la guerra, se ven enriquecidas por las sutiles percepciones del autor. No porque escapen a los lugares comunes sobre las irregulares e intermitentes palpitaciones de la memoria o sobre las promiscuidades entre lo “verdadero y lo ilusorio” (que ya estaban en los tiempos de Lope de Vega y Calderón de la Barca), sino porque siempre tienen en Javier Cercas un matiz muy personal: “Como suele ocurrir con la memoria de algunos ancianos que, porque están a punto de quedarse si ella, recuerdan con mucha más claridad una tarde de su infancia que lo sucedido hace unas horas…”
O como le dice le novelista Roberto Bolaño, que entra como personaje al final: “Para escribir novelas no hace falta imaginación. Sólo memoria. Las novelas se escriben combinando recuerdos.”
Javier Cercas, o el narrador personaje de la convención novelística, emprende una investigación, el clásico recorrido indagatorio de El ciudadano Kane, la película de Orson Wells: va preguntando aquí y allá, después de sesenta años, quién pudo haber sido aquel soldado al que Sánchez Mazas sólo había visto una vez antes entre la tropa del campamento, un soldadito que en el tedio de la vigilancia bailaba en solitario un conocido y sentimental pasodoble, Suspiros de España.
Y aquí viene la tercera parte de la novela, el tercer acto, otra vuelta de tuerca: un viejo refugiado republicano que vive en Francia suele ir en los veranos a una playa de la Costa Brava y allí lo sorprende una noche Roberto Bolaño. Marcado por todas las heridas de las mil batallas en las que participó, en Teruel, en África, en la Resistencia francesa, en Normandía, Antoni o Antonio Miralles, de más de 80 años, es sorprendido una noche mientras baila un pasodoble, Suspiros de España, con una prostituta.
Cercas, o el narrador, hubiera querido saber qué pensó aquella mañana, en el bosque, después del fusilamiento, cuando reconoció a Sánchez Mazas y le miró a los ojos. “Para preguntarle qué vio en sus ojos. Por qué lo salvó, por qué no lo delató, por qué no lo mató.”
Cuando lo encuentra, casi como un ruego, le pregunta: “Era usted, ¿no?”
Miralles sonrió afectuosamente y respondió:
“No.”

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