Post coitum omne animal triste. -Anónimo, latín postclásico

Saturday, February 04, 2006

La verdad de las mentiras

Calificar un relato de historia verídica
es un insulto al arte y a la verdad.

—Vladimir Nabokov


Interesó tanto en su momento (1992) el libro de Mario Vargas Llosa, La verdad de las mentiras, que ahora Alfaguara lo reedita enriquecido con textos nuevos.
El título mismo de este conjunto de ensayos breves sobre los autores que más lo han entusiasmado (Flaubert, Camus, Faulkner, Lampedusa, Mann, Kafka, Víctor Hugo, Hemingway, y muchos otros) tiene su atractivo, como casi todas las proposiciones literarias, en una aparente contradicción, es decir, en una paradoja: la verdad que se consigue a través de la mentira.
Desde que empezó a escribir, a Mario Vargas Llosa solían preguntarle si lo que escribía era verdad. Cuando contestaba le quedaba la sensación incómoda de que no podía explicarlo muy bien, de haber dicho algo que “nunca daba en el centro del blanco”. Pero con el tiempo y la experiencia literaria se le fue haciendo cada vez más claro que la literatura es mentira, que la llamada “ficción literaria” tiene su explicación en la etimología misma de la palabra, puesto que ficción proviene del latín fingere, es decir: del verbo modelar, representar, inventar, fingir.
“Yo, para escribir (mis cuentos), elijo que todo suceda en una época un poco lejana y en un lugar un poco lejano”, pensaba Borges. “Eso me da libertad para fantasear e incluso falsificar. Puedo mentir sin que nadie se dé cuenta y, sobre todo, sin que yo mismo me dé cuenta.”
Se trata de una convención aceptada entre el lector y el escritor. Se trata también de un problema permanente en la filosofía de todos los tiempos: el de la verdad. Las novelas mienten, dice Vargas Llosa, pero ésta es sólo una parte del asunto. “La otra es que, mintiendo, expresan una curiosa verdad que sólo pude expresarse disimulada y encubierta, disfrazada de lo que no es.” Y es que los seres humanos, tanto los niños como los viejos y los de edad intermedia, se dan cuenta de los equívocos y los malentendidos que se producen en la percepción de la realidad. Saben además cuán difícil, qué tan tremendamente laborioso es establecer la verdad, de un crimen, por ejemplo. Saben que la vida política, por ejemplo, fluctúa constantemente entre la verdad y la mentira. La “verdad judicial”, la verdad de los jueces y los policías, no basta. Siempre queda un margen de duda. ¿Con cuántas mentiras quisieron Bush y Blair justificar la invasión de Irak y la “toma” de Bagdad? ¿Por qué quedan en el enigma tantos asesinatos políticos?
La ética, la política, el periodismo, viven en el culto a la verdad. Lo más inmoral en, por ejemplo, la sociedad norteamericana, es mentir. Se jura decir la verdad con la mano sobre la Biblia. No mentirás, dice el mandamiento. Por eso cuando se dice que un escritor es un mentiroso parece que se le está denigrando. Y es que no hay una palabra exacta en español para referirse inequívocamente a lo que es la mentira literaria. Porque mentira tiene una connotación muy negativa. Supone el engaño, la mala fe, una maldad. Sin embargo, en el ámbito de la literatura la mentira equivale a fabulación.
Ante la impotencia del periodismo y de la historia para contar la “verdad”, la verdad parece encontrar su último refugio en la literatura o, al menos, una posibilidad de verdad, una verdad más profunda y más sutil. Y, así el lector de ficciones, no le teme a los excesos de la fantasía. Al contrario, se solaza en ellos para ver si, dando palos de ciegos, la imaginación alcanza a rozar algunas de las esferas de la escurridiza verdad. “Los hombres no están contentos con su suerte y casi todos —ricos y pobres, geniales o mediocres, célebres u oscuros— quisieran una vida distinta de la que viven. Para aplacar —tramposamente— ese apetito nacieron las ficciones. Ellas se escriben y se leen para que los seres humanos tengan las vidas que no se resignan a no tener”, argumenta Vargas Llosa.
Escritor realista, siempre en la escuela de Gustave Flaubert, el autor de La ciudad y los perros y La fiesta del chivo reconoce que la memoria es el punto de partida de la fantasía: el trampolín que dispara la imaginación en su vuelo impredecible hacia la ficción. Sabe que la literatura se mueve en la ambigüedad y que sus verdades son siempre subjetivas, a medias, relativas, y que con frecuencia constituyen inexactitudes flagrantes o mentiras históricas.
Luego de desmenuzar las novelas que más ha gozado y que recomienda, concluye el volumen con una disquisición (publicada originalmente en Selecciones del Reader’s Digest) sobre la importancia y el sentido de la lectura en un momento de la historia en que parece —pero no es cierto— que los escritores están a punto de desaparecer como los telegrafistas y la gente se aleja de la cultura gráfica. Para nada ha perdido su fe en la palabra escrita. Esta convencido de que los libros a nadie le hacen la vida más fácil ni más simple, sino más difícil y más interesante.
Tratándose de narraciones, dice el colombiano Fernando Vallejo, “la verdad es la correspondencia de lo dicho con lo sucedido, y a ella se contrapone la mentira. Definida así, es asunto sólo de la historia, y ni siquiera de la novela en primera persona. Puesto que la novela es invención, no cabe hablar de verdad en ella, y donde no cabe hablar de verdad tampoco cabe hablar de mentira. En la novela, la verdad y la mentira son dos espejismos que se anulan. Un novelista inventivo no es un novelista mentiroso. Es un novelista a secas. Mentiroso sería el historiador que inventara”.

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