Rito de iniciación
Yo tenía veinte años.
No permitiré que nadie
diga que es la edad más
hermosa de la vida.
—Paul Nizan,
Aden Arabia, 1966
Dicen que a los veinte años se tiene, desde el punto de vista biológico, la condición física perfecta: la edad óptima para el servicio militar o para una carrera olímpica. De ahí en adelante en la vida todo es descenso. Por eso quienes mueren en las guerras son muchachos muy jóvenes, como los que cayeron en las arenas de Iwo Jima. Por eso las competencias olímpicas se dan entre atletas de más o menos veinte años. Por eso los boxeadores, futbolistas, basquetbolistas, tienen su gran momento a los veinte años. Es la edad cumbre.
Ya he cumplido tres veces veinte años y me pongo a pesar qué hacía yo a esa edad. ¿Dónde estaba yo en 1961 y en los meses subsiguientes? ¿Me parecía tan terrible esa edad como a Paul Nizan, el joven filósofo, el amigo de Sartre? Creo que no. Tal vez porque en muchos casos a esos años se tiene una mayor capacidad de ilusión.
“Todo amenaza con la ruina a un hombre joven: el amor, las ideas, la pérdida de la familia, la entrada en el mundo de los adultos. Le es duro aprender cuál es su lugar en el mundo.”
En mayo de 1962 aún no cumplía yo los veintiuno y ya estaba en Nueva York a la espera de un barco que nos llevaría hasta El Havre: el Aurelia. Me había ido por tierra en un autobús Greyhound desde Laredo hasta Filadelfia pues tenía que reunirme con un grupo de jóvenes cuáqueros en un pueblo llamado Pendelhill, Pennsylvania, donde nos habrían de instruir acerca de los campamentos que todos los veranos los cuáqueros del American Friends Service Committe (que en 1947 ganó el premio Nobel de la Paz, por sus servicios durante la segunda guerra europea) organizaban en Suiza y en el sur de Italia. A mí me tocó acampar en un pueblito suizo que se llama Bergün, más o menos por la región donde Thomas Mann ubica su novela La montaña encantada (ya sé que en español se conoce como La montaña mágica, pero me gusta recordarla como se tradujo al italiano: La montagna incantata), una semana, y luego en un apartado villorrio del sur de Italia: Crocifisso, en Calabria, que no contaba con más de 300 almas y en el que ya había mafia y se guardaba la ley de la omertà.
No la pasamos mal en el Aurelia. Nuestro grupo era como de veinte, gringas y gringos, y algún mexicano. Hicimos once días en el Aurelia, originalmente construido por los alemanes en 1917, que navegaba ahora con bandera italiana y era muy interesante el viaje porque iba cambiando el horario. La comida era muy buena y comíamos con vino. El vino nos mareaba de una manera muy bonita. Nos mecía. Después de comer nos íbamos con todas las muchachas a la popa a cantar y a hacer la digestión, pero como el barco se movía te removía la digestión. Era el placer de la embriaguez muy leve. Y además era un cachondeo o faje muy adecuado al momento, como era natural y lógico, andarte besando con las gringas; a veces nos apretábamos por los corredores y en otras ocasiones nos metíamos a las literas, es decir, a los camarotes.
Era una constante cachondería día y noche, en todo momento, aunque la besuqueadera no pasara de allí. Llegamos a El Havre y de ahí en tren directo nos fuimos a la Gare du Nord en París. Un sueño realizado: siempre crecí con la obsesión de conocer París cuanto antes en mi vida. Pero tenía mucho miedo: había entonces la onda de la OAS, el Ejército Secreto (L’Organisation de l’Armé Secret) que se oponía a De Gaulle y a la liberación de Argelia. Era en 1962. Ponían bombas y ametrallaban rociándolos los cafés de ciertos barrios; te ametrallaban o te echaban una granada,
Pero París era mi meta. No podía ser escritor si no conocía París. Por eso a los veinte años, yo ya estaba en Europa porque desde muy jovencito se me metió la loquera de que un escritor si no iba a París no podía ser escritor. Andaba yo con la marca de la generación perdida de los años veinte, como Hemingway, que hicieron su París, y Scott Fitzgerald o Dos Passos. Si no andabas en París escribiendo en los cafés como Albert Camus y Jean-Paul Sartre entonces ¿qué clase escritor querías ser?
Más tarde, ya entrado el verano, pasé unas seis semanas en un campamento construyendo una escuelita para niños, en ese pueblo calabrés, Crocifisso. Allí conocí a una milanesa, con la que viajé después de sur a norte por la península, de Sicilia a Florencia durante dieciocho días. Llegábamos a los albergues de la juventud y dormíamos en recámaras y camas separadas, unas para hombres, otras para mujeres. Pero la última noche, en Florencia, decidimos, o más bien decidió ella, que nos fuéramos a un hotel. Dimos con una casa de huéspedes a la que nos metimos como a las siete de la noche y ya no salimos hasta la mañana siguiente. Allí tuve mi muy privilegiada y afortunada iniciación erótica y entendí que, efectivamente, a esa edad, puedes conocer las fatigas del amor. Viene una especie de dulce cansancio físico después de hacer muchas veces el amor, algo que los romanos acuñaron en una sentencia memorable: post coitum omne animal triste. Al amanecer, porque no sabíamos exactamente en qué parte de la ciudad nos encontrábamos, abrimos la ventana de madera que daba a la calle y nos dimos cuenta de que estábamos frente al bautisterio del Dante y frente al campanile del Giotto, es decir, abajo de la catedral de Florencia. Ése había sido el escenario.
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