Post coitum omne animal triste. -Anónimo, latín postclásico

Tuesday, February 14, 2006

Poetas y narradores

En estos días de abril, los jueves por la tarde y en la Casa del Poeta (la misma en que vivió Ramón López Velarde hasta su muerte, en la avenida Álvaro Obregón), se han estado celebrando unas reuniones en las que los narradores cuentan su experiencia de la poesía.
La idea de Antonio del Toro ha sido la de invitar a cuentistas o novelistas a compartir con el público qué significado ha tenido la lectura de poemas en la conformación de su estilo. Más allá de la noción comúnmente aceptada de que la poesía es antes que nada una visión del mundo, un modo de ver y de recrear la experiencia, y no sólo lo que se transmite en un poema libre o perfectamente medido, los narradores han de contar de qué manera la poesía les fue siendo útil y enriquecedora para expresarse mejor por escrito.
A mí me tocó plantarme ante un público muy atento y conocedor el jueves de la semana pasada, compartiendo la mesa con Ana García Bergua y Verónica Munguía. Lo primero que se me ocurrió decir fue que para mí la poesía siempre ha sido la reina de los géneros literarios, la que mejor logra dar con ciertas esencias, como el amor, la vida, la muerte, la locura, tal vez el poder. Siempre me ha impresionado la capacidad que tienen algunos poetas de decir lo más con lo menos, de decirlo todo en unos cuantos versos, trascendiendo el mero juego de palabras.
Pero en cuanto a mi trato personal con la poesía lo que puedo decir es que desde un principio, cuando asistía al taller literario de Juan José Arreola en 1964, la lectura de poemas me acompañaba siempre en mis trabajos de prosa. Y es que lo que tenía de particular el taller de Arreola —al que asistíamos tanto narradores como poetas— era que el énfasis estaba en la frase o, mejor dicho, en la cadencia de la frase. Tanto la lectura en voz alta de Arreola como la lectura íntima y personal de poemas nos ayudaban mucho a educar el oído.
De lo que se trataba en las reuniones con Arreola era de cultivar una sensibilidad ante el lenguaje, de atender el sonido de las palabras y no sólo su significado, y no tanto de sopesar el “efecto de conjunto” que podría tener, por ejemplo, un texto demasiado largo o una novela. Arreola no lo acompañaba a uno en toda la tarea de llevar a su término una novela. No tenía paciencia y no era ése el estilo de su taller. La frase era lo que importaba. Y al hablar de la cadencia de la frase lo que estábamos invocando era una noción musical. Aludíamos sin tenerlo muy consciente al compás y al ritmo —nociones musicales también—, a la regularidad en la combinación de los sonidos y así, poco a poco y luego de muchas páginas escritas y reescritas, podíamos empezar a creer que contábamos con algo parecido a un estilo en ciernes, una prosa muy personal, más o menos fluida y sobre todo bien modulada.
En esta velada literaria que tuvo lugar el jueves en la Casa del Poeta no se trataba de definir la poesía ni de esbozar alguna de las múltiples teorías que examinan el fenómeno poético. Lo que venía a cuento más bien era referirse a los poetas que uno había frecuentado con más simpatía y admiración a lo largo de su vida. Por lo autores a los que yo me referí podría deducirse que me han importado aquellos que creen en la claridad del poema y no tanto en la también muy válida oscuridad, como Gabriel Ferrater, Carlos Barral, Claudio Rodríguez y Jaime Gil de Biedma. Este último practicaba lo que podríamos denominar una poesía de la experiencia. Y por eso mismo le gustaba citar al crítico inglés Ivor Winters:
“El proceso artístico es una evaluación moral de la experiencia humana, por medio de una técnica que hace posible una evaluación más precisa que ninguna otra. El poeta trata de entender su experiencia en términos racionales, establecer su entendimiento, y simultáneamente establecer, por medio de los sentimientos que atribuimos a las palabras, el tipo y grado de emoción que debe ser motivado por este entendimiento."
Sin embargo, también he tomado en cuenta una concepción de la poesía más amplia, la de Claudio Rodríguez, para quien la creación poética muchas veces puede arrancar de una experiencia personal muy concreta, pero también, otras veces, de experiencias ajenas, asimiladas. Los procesos poéticos, pensaba Claudio Rodríguez, también dependen de la experiencia del lenguaje expresada porque la poesía es una aventura del lenguaje. Las palabras van creando no sólo el pensamiento sino la emoción y la contemplación sensorial.
Entre más se finge mejor pueden ser los resultados, como en el caso de “la paradoja del comediante” de Diderot.
Lo que sucede no pocas veces es que el poeta no siente lo que dice, pero por la forma de decirlo es capaz de conmover. Es probable que Quevedo, que nunca tuvo una gran capacidad amorosa, no haya sentido los poemas de amor que escribió. Sin embargo, arma el poema y crea una emoción. Lo que importa son los resultados. Al poeta Shelley lo que le importa es el sentimiento que experimenta al ver volar una alondra. En sí misma la alondra no le importa gran cosa. No describe a la alondra: describe su emoción.

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